Vida y andanzas de un pícaro manchego del siglo XX

Las tiendas regidas por hombres, como la ferretería, la barbería y alguna de comestibles eran lugar de encuentro y de tertulia, como una rebotica, e incluso de entretenimiento para algunos hombres del pueblo, donde se charlaba o se jugaba a las cartas mientras que sonaba la radio dando las noticias a las que la gente del pueblo llamaba “el parte” o escuchaban radionovelas y el consultorio de “Elena Francis.” Antonio era asiduo de varias de estas tertulias y solía hacer su entrada dando voces subversivas que sobrecogían a los reunidos. “¡Viva el comunismo!” a lo que respondían preocupados “Vas a ser nuestra ruina, Rija” sin que este hiciera el menor caso.

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Que aquel verano fuera tórrido como tantos otros, no parecía importar a los muchachos del pueblo que acudían al sexto recodo del rio Abuel para bañarse desnudos porque ninguno tenía traje de baño. El cauce del rio tenía juncos a los que se agarraban para poder salir, y solo los más atrevidos osaban chapotear en las pozas donde cubría. La algarabía presidía los juegos y Antonio de natural miedoso no se alejaba de la orilla donde se sentía seguro. Algunas veces iban al ladrón del molino del “Revuelo” donde se molía el trigo, pero allí solo podían aventurarse los que sabían nadar pues cubría casi dos metros y no había juncos adonde agarrarse. Alquila, el hijo del molinero se había hecho una barca con las tablas de un cajón y con la pala de un panadero a modo de remo, se paseaba por las aguas del ladrón. Algún atrevido montaba en la barca para su desgracia pues a las pocas remadas la barca volcaba obligando al incauto barquero a salir nadando y teniendo que poner la ropa a secar ante las chanzas de los presentes. Como nadie que se embarcara se librara del remojón, Antonio le preguntó al “constructor”

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Se abrió la puerta de la barbería del “mudo” y entró Antonio masticando un trozo de paloduz que había comprado por un patacón en el cuarto de la “hermana Adela,” a donde había ido con idea de haber encontrado algún amigo. El “mudo” leía el Marca mientras esperaba que llegaran los hombres del campo para afeitarse. –“¿Qué te trae de bueno por aquí Antonio ahora que es “de noche por tol mundo?” –“Pon radio Madrid ya mismo que va a empezar “Tres hombres buenos” y no quiero perdérmelo” habló precipitadamente Antonio mientras se sentaba repantigado en el sillón de barbero. El aparato de radio tras una pequeña pausa empezó a funcionar.

--“Escuchen nuestra  guía comercial.  “Norit el borreguito para lavar sus prendas delicadas; el coñac 103, pruébelo y compare; señora, con Belcor siempre irá elegante; cocinas Corcho, el amor empieza siempre por el estómago…

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El caserón de la familia de Antonio disponía de varias habitaciones destartaladas a las que no daban un uso determinado, por lo que podía disponer de ellas a su antojo para lo que estimara conveniente,  como almacén de sus colecciones de “cuentos” cada vez más numerosas y a las que había incorporado las del diario deportivo “Marca” y la colección de “Ídolos del deporte”. Nadie sabía de quién había heredado la costumbre.

Los bisabuelos paternos de Antonio fueron “el hermano Rija” y “la hermana Pilota Danegas”, que se dedicaban a vender higos y otras cosas similares a los pasajeros de las diligencias  en la venta de “Malabrigo”.

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Don Apolonio el maestro, tenía una forma rimbombante de hablar a los alumnos poniéndose de modelo y ejemplo. “A mí nunca me suspendieron en ninguna asignatura. Así que tomar ejemplo” Pero de nada servían sus palabras. Los alumnos esperaban en la puerta de la escuela la llegada del maestro y como este llegaba algo más tarde procedente de Peralares, se las ingeniaban para introducir por entre los barrotes de la reja de la ventana, a uno de los párvulos para que posteriormente abriera la puerta desde dentro. Y una vez en la clase, empezaban a jugar a las guerras entre bandos,  que daban fin  en cuanto avisaban de la llegada de Don Apolonio. Un día de aquellos  tardó más de lo usual en llegar lo que propició que la breve guerrilla cotidiana desembocara en una guerra total de destrucción masiva. Florián, el principal protagonista de las luchas, comenzó a meterse en el papel y aquello fue Troya.

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La primera “escuela”  a la que fue Antonio, era la casa de un hombre que  hacía las veces de maestro al que llamaban “Cerros”. Cobraba una peseta de los más pequeños,  a los que  llamaba “cagones”, y un duro a los mayores. Se trataba de un bebedor empedernido que les largaba su máxima pedagógica. “Si queréis aprender, palitos y mala vida”. Cuando los muchachos alborotaban más de la cuenta se levantaba de su mesa con los puños crispados gritando. –“¡Callar, callar, que os mato cagones! Tú, Antonio ¿A que no me has hecho las cuentas? Con los cuentos del “Cacharro” ese, no das ni golpe”—Y regresaba malhumorado a su mesa. A través del ventanuco que daba a un corral de vecindad se oían algunas veces las voces de unos vecinos que terminaban discutiendo de política. Alguno voceaba –“¡Viva la república! otros añadían “¡Que  vuelva la monarquía!” y como algunos alumnos lo repitieran burlonamente, el maestro montaba en cólera y pretendía darles con la correa, pero solía estar algo bebido y atizaba a la bombilla del techo que se fundía para mayor ira del maestro.  Antonio decía por lo bajinis “No le pegue en la cabeza a la bombilla que está estudiando” y los compañeros tenían que taparse la boca para no reírse.

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 Los días empezaban a ser más largos y parecía como si se barrieran las sombras del atardecer con escobones de era dejando celajes de luz por las calles en las blancas paredes de cal. Antonio, “Tete” para su madre, diminutivo de Antoñete, salió corriendo como de costumbre de su casa en dirección a la barbería del “mudo” de quien Antonio nunca supo el porqué del mote ya que hablaba por los codos tanto cuando no tenía clientela como cuando afeitaba o cortaba el pelo. Se abrió la chirriante puerta de la barbería y los ocupantes del pequeño cuartucho volvieron la cabeza. El “mudo” detuvo la maquinilla con la que estaba rapando el cuello de un cliente y miró de soslayo. Allí estaba el causante, un muchacho  de unos doce años desgarbado, con la cabeza casi rapada y un flequillo despeinado. Vestía atrabiliariamente con unos calzones hasta la rodilla de color indefinible   sujetos por un solo tirante atravesado por encima de una camisa que alguna vez fue  blanca con los faldones medio salidos de los calzones.

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Llovía mansamente aquella mañana y no tenía trazas de escampar. Por las calles corría el agua y los escasos viandantes tenían que saltar para evitar los charcos que se formaban junto a los bordillos. Cuando entraron el ataúd en la iglesia, apenas una docena de personas, la mayoría mujeres, esperaban en la penumbra del interior. Muy lentamente fueron acudiendo otras mujeres al templo, mientras los hombres como tenían por costumbre, se resistían a entrar a pesar de la lluvia, para hacerlo inevitablemente poco antes de terminar la misa y poder así dar el pésame.

 Ese día, treinta y uno de marzo de 1999, no quería dejar de llover y el ataúd se cubrió de gotas de agua recogidas como bolitas sobre la tapa de barniz reluciente  cuando lo pasaron a la iglesia. Hacía ya meses que Cristobalón había ido a dar el pésame a un entierro y estaba lejos de imaginar que el siguiente al que acudiría, fuera a ser el de Antonio al que todos conocían por Rija. Con él desaparecía un personaje diferente a sus conciudadanos, que difícilmente volvería a repetirse. La desconsolada madre vencida por los años y el dolor de enterrar al hijo mayor, se apoyaba en su hija Manuela sin dejar de nombrarlo, mientras Manuel, hermano de Antonio, se colocaba en el primer banco de la derecha presidiendo el duelo junto al cuñado y primos sin dejar de hacer muecas a causa de un “tic” nervioso que tenía desde pequeño.

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Antonio Morales, Rija

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