Llovía mansamente aquella mañana y no tenía trazas de escampar. Por las calles corría el agua y los escasos viandantes tenían que saltar para evitar los charcos que se formaban junto a los bordillos. Cuando entraron el ataúd en la iglesia, apenas una docena de personas, la mayoría mujeres, esperaban en la penumbra del interior. Muy lentamente fueron acudiendo otras mujeres al templo, mientras los hombres como tenían por costumbre, se resistían a entrar a pesar de la lluvia, para hacerlo inevitablemente poco antes de terminar la misa y poder así dar el pésame.
Ese día, treinta y uno de marzo de 1999, no quería dejar de llover y el ataúd se cubrió de gotas de agua recogidas como bolitas sobre la tapa de barniz reluciente cuando lo pasaron a la iglesia. Hacía ya meses que Cristobalón había ido a dar el pésame a un entierro y estaba lejos de imaginar que el siguiente al que acudiría, fuera a ser el de Antonio al que todos conocían por Rija. Con él desaparecía un personaje diferente a sus conciudadanos, que difícilmente volvería a repetirse. La desconsolada madre vencida por los años y el dolor de enterrar al hijo mayor, se apoyaba en su hija Manuela sin dejar de nombrarlo, mientras Manuel, hermano de Antonio, se colocaba en el primer banco de la derecha presidiendo el duelo junto al cuñado y primos sin dejar de hacer muecas a causa de un “tic” nervioso que tenía desde pequeño.