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Capítulo 3. Las primeras escuelas. “No le pegue en la cabeza que está estudiando”

La primera “escuela”  a la que fue Antonio, era la casa de un hombre que  hacía las veces de maestro al que llamaban “Cerros”. Cobraba una peseta de los más pequeños,  a los que  llamaba “cagones”, y un duro a los mayores. Se trataba de un bebedor empedernido que les largaba su máxima pedagógica. “Si queréis aprender, palitos y mala vida”. Cuando los muchachos alborotaban más de la cuenta se levantaba de su mesa con los puños crispados gritando. –“¡Callar, callar, que os mato cagones! Tú, Antonio ¿A que no me has hecho las cuentas? Con los cuentos del “Cacharro” ese, no das ni golpe”—Y regresaba malhumorado a su mesa. A través del ventanuco que daba a un corral de vecindad se oían algunas veces las voces de unos vecinos que terminaban discutiendo de política. Alguno voceaba –“¡Viva la república! otros añadían “¡Que  vuelva la monarquía!” y como algunos alumnos lo repitieran burlonamente, el maestro montaba en cólera y pretendía darles con la correa, pero solía estar algo bebido y atizaba a la bombilla del techo que se fundía para mayor ira del maestro.  Antonio decía por lo bajinis “No le pegue en la cabeza a la bombilla que está estudiando” y los compañeros tenían que taparse la boca para no reírse.

Los jueves no tenían clase y solía llevarlos al campo por las afueras del pueblo para que jugaran en las eras. Acostumbraba a decirles –“Compradme vino y nos divertiremos”— Le compraban una botella de vino a granel y el maestro llevaba un cuarto de kilo de galletas mal pesadas, para los veintitantos muchachos y las repartía entre las agitadas manos de los mismos que pugnaban por hacerse con varias de ellas y si alguno quejumbroso decía –“Maestro yo no he cogío”—le contestaba. –“¿Qué no has cogío? Pues vas a coger correa.”—

Algunos muchachos tenían dificultad para aprender lo más elemental por más que lo intentara el maestro que terminaba amenazándolos.  “¡Como no lo aprendáis esta semana os cuelgo y me bebo vuestra sangre!”

Un jueves que no tenían clase, no fueron de excursión con el maestro como de costumbre, lo que les extrañó, y el viernes cuando fueron a la escuela se encontraron la puerta cerrada y ya no hubo más clase. Más tarde supieron que se había intentado matar de un corte en el cuello, y  de secuelas del mismo moriría semanas más tarde.

La muerte de “Cerros”, dejó sin escuela y desorientados a todos los muchachos. Antonio y dos hermanos panaderos, empezaron a ir a la clase que daba un hombre al que llamaban el “cojo Tufo” que sabía algo  de cuentas y les ponía problemas de aritmética además de cuentas muy largas y “penosas”.

El “cojo Tufo” que no hacía más que hablarles de juergas y de mujeres, solía juntarse en casa de “Zohino”, un minusválido que tenía el cuerpo desarrollado de cintura para arriba con una cabeza grotesca y de cintura para abajo unas piernas desmadejadas que le impedían andar. Vendía vino y tabaco para poder mantenerse, para después junto a “Morcilla” y otros más jugarse los cuartos a las cartas y hablar de mujeres. Acababan chispados y gritando “Vamos a ir a Linares de putas y toreros”

  El tal “Zohino” vivía con una hermana soltera, moza vieja, y tenía una galera pequeña, que era como una maqueta a escala del carro grande que usaban los agricultores pudientes para acarrear la mies. Estaba muy bien hecha y  con ella  los muchachos le sacaban de vez en cuando a pasear cuando se lo pedía. Era todo un espectáculo ver a la cuadrilla de muchachos tirando de la galera  con Zohino encima y quejándose de los botes que daba en el empedrado.  Los muchachos hacían perrerías con él, lo que provocaba que se cabreara soltando tacos y blasfemias al tiempo que golpeaba la galera. “Me cago en lo más barrío” era su expresión más usada. Algunas veces lo subían a lo alto del cerro de la ermita de “la Zarza” para posteriormente dejar caer la galera cuesta abajo alcanzando gran velocidad, entre las maldiciones de “Zohino” que se cagaba en todos los santos. Nadie se explicaba como salía vivo de aquello y no se mataba mientras los muchachos se reían burlonamente, para finalmente tirar de la galerilla hasta la casa de Zohino que les recriminaba. —“Un día me vais a matar, “somarros”-- a lo que los muchachos replicaban –“¡Pero si a ti te gusta “muchismo” que te tiremos por la cuesta!”—

En septiembre empezó a ir Antonio a las escuelas nacionales y allí conoció a muchachos con los que tendría aventuras sin fin, como Florián, que terminaría siendo su principal antagonista, Marino, Lucero, Geromin, Picho, Tito, Ferlosio y otros más. Florián era un muchacho desgarbado, algo mayor que los otros y mucho más alto que los demás, de cara alargada, algo encorvado como su padre y usaba gafas. Su voz era grave  aparentando mayor edad de la que en realidad tenía, unos doce años.

El maestro de la clase que le tocó a Antonio se llamaba don Alfonso que vistas sus aptitudes le trataba con deferencia. Era en el dibujo donde Antonio no destacaba pues si el maestro les encargaba dibujar un camello hacía algo parecido a una bruja, y terminaron pasándolo a una clase superior con don Leopoldo que informado de la personalidad de Antonio trataba con benevolencia sus retrasos a la hora de llegar a clase, que siempre estaba cercana a la de salir al patio de recreo al que los muchachos llamaban el “corralillo”.

Cuando el maestro le preguntaba a Antonio qué era lo que hacía para llegar siempre tarde a clase, este se lo explicaba a su manera. –“Mire usted don Leopoldo, me levanto no sé a qué hora porque no tengo reloj,  voy a lavarme a la palangana y como el agua de la jarra está muy fría me mojo un poco la cara y me seco las manos en el pelo para que se me quede el flequillo peinado, aunque el remolino de la coronilla no consigo que se “acache.” Y luego me tomo un tazón de leche con Colacao  y galletas, cojo la cartera y vengo a la escuela.”

No estaban lejos las escuelas, del caserón donde vivía Antonio. Bajando su calle hasta el final, torcía a la derecha y llegaba al ayuntamiento, un edificio antiguo y destartalado en cuya planta baja estaban situadas las clases. Junto a la puerta de entrada, empotradas en el muro había dos grandes piedras talladas de forma oval con el escudo del pueblo y la referencia a la construcción del ayuntamiento reinando Carlos III. El tiempo parecía haberse parado en el edificio a no ser por la algarabía que provenía del interior de la escuela durante el reparto del queso y la leche de la ayuda americana que se efectuaba antes del recreo. Los mayores calentaban agua en una gran perola sobre un infernillo eléctrico y cuando estaba muy caliente vertían la leche en polvo y removían con un cucharón de madera. Los muchachos cogían unos vasos de aluminio que les llenaban con una jarra, y al que le gustaba podía repetir. Antonio solo quería la ración de queso pues le gustaba tanto que era capaz de cambiar cromos de futbolistas por otra ración y a veces se comía tres seguidas ante la admiración no exenta de envidia de sus compañeros. Luego cuando se vaciaban los envases de la leche en polvo que tenían forma de bidón grande de un cartón rígido, metían a un muchacho “voluntario a la fuerza” y le hacían rodar a patadas por el corralillo. Antonio fue objeto de la broma en alguna ocasión a instancias de Florián que nunca era desobedecido por los muchachos y de nada servían sus gritos para que le dejaran salir del bidón. Aquello, junto a otras muchas barrabasadas hizo crecer la enemistad entre ambos muchachos que se reflejaría en sucesivas aventuras aunque participaran conjuntamente en algunas de ellas siempre que no se le contrariara a Florián para evitar que este montara en cólera.

   Era don Leopoldo un buen maestro al que respetaban los muchachos aunque de vez en cuando hicieran alguna trastada gorda. Vivía en el pueblo de al lado, Peralares, a tres kilómetros de la Mambrilla  y le dejaba la llave de la clase a Florián por ser el mayor, para que barrieran la clase, y en invierno encendieran la estufa y estuviera  caliente cuando él llegara. Hasta que llegaba don Leopoldo los muchachos solían cantar canciones picarescas al tiempo que se tocaban los genitales y cantaban alegorías de las muchachas del pueblo como “La Lola de Chacho tiene el culo como un capacho”. Un día acertó a pasar por allí una mujer que al verlos les amenazó con decírselo a don Leopoldo a lo que Florián le contestó amenazante –“¡Has firmado tu sentencia de muerte si lo haces!”. Llegó don Leopoldo y la mujer se lo contó todo. Les hizo entrar a clase y cerrando las ventanas  encendió la bombilla. –“Los primeros que hicieron esas cosas fueron Adán y Eva y es malo para la salud”-- Luego llamó a Florián y le dijo que se quitara las gafas para propinarle dos sonoras bofetadas que quedaron marcadas en la cara.  A duras penas pudo contener Florián la rabia y aguantándose el dolor juró venganza mientras regresaba a su silla.   

 Don Leopoldo, era de gestos y palabras autoritarias al que los alumnos respetaban por su cuidado y llamativo bigote negro. Cuando en clase hacían mucho ruido, don Leopoldo montaba en cólera y procuraba asustarlos diciéndoles.

  --“¡Majaderos, os voy a matar; voy a ir a por la apisonadora y os voy a aplastar con su mole. Callar de una vez!”

  A los que se portaban mal repetidamente o no se sabían la lección les cogía de las patillas y los llevaba a la pizarra para que escribieran lo que él les dictara. Cuando Antonio llegaba tarde a clase, que era la mayoría de las veces, y los muchachos estaban ya en el corralillo, le tenía que dar la lección, y como lo hacía bien, le tiraba el libro al suelo desparramándose sus hojas por la clase. –“Tienes dos minutos para recogerlo”-- enfadado porque a pesar de  llegar tarde  se sabía bien todo lo que le preguntaba.

  Cuando dieron las vacaciones los pocos muchachos que no tenían que ayudar en las tareas del campo de sus padres se apuntaron a unas clases particulares con un maestro de Andalucía llamado don José que tenía un marcado acento andaluz, y le decía a Antonio sabedor de su afición a los tebeos del Cachorro  –“Cachorriyo, ven que te muerda un morriyo.”—

Los padres de uno de los muchachos  tenían una tienda de comestibles y en aquellos días regalaban como promoción un tebeo por la compra de una tableta de chocolate, por lo que disponía de ellos llevándoselos a clase y colocándolos entre las hojas de un libro para dar la impresión de que estaba estudiando mientras los leía. Cuando era sorprendido por don José le reprendía diciéndole con su gracejo. “Desgrasiao, me debes las siensias del jueves, las matemáticas de ayer y hoy no me has dado la lesión; te voy a romper la cabesa”. Pero no pasaba a mayores.

  Antonio solía llevar un bocadillo para merendar y don José se lo cogía cuando se disponía a comérselo diciendo.

  --“A ver qué manjar más suculento comes”—al tiempo que le daba un par de grandes bocados dejando muy mermado el bocadillo. Antonio se disgustaba porque era el único al que se lo hacía dado que ningún otro muchacho solía llevar. Si algún día Antonio había empezado a morderlo, don José lo hacía por la otra punta, por lo que se las ingenió para entrar en clase con el bocadillo ya mordido por los dos extremos, de lo que se percató el maestro y le dijo.

–“Eres muy astuto Antonio. Me has ganado por la mano”—Y no volvió a realizar más la faena.

  Don José era muy bromista y le gustaba dar a los muchachos pequeños sustos como  el de meter en los cartapacios algún ratoncillo, de los que había numerosos en clase, para que al abrir y sacar algún libro salieran de los mismos provocando la sorpresa y el susto de los alumnos. Don José decía que los ratones eran alumnos internos y que estaba seguro que sabían mucho más que los propios alumnos, para risa de los muchachos.


Antonio Morales, Rija

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