Ya habían pasado las fiestas y la vendimia estaba en plena labor. Los carros cargados con capachos de pleita rebosantes de uvas recorrían las calles camino de las bodegas dejando tras de sí un penetrante olor dulce. Algunos muchachos se encaramaban a la parte trasera de los carros para coger un racimo que luego comían con delectación. Hacía tiempo que Antonio no se encontraba con Florián y todo parecía calmado, pero una anochecida salía de su casa comiendo un trozo de salchichón con un cantero de pan cuando de repente se topó con Florián y cuatro de sus secuaces. Se produjo un silencio tenso que rompió Florián bruscamente. “Hombre, mira quién tenemos aquí. En buen momento te encontramos para que pagues tus pecados literarios, truhan”
Y rápidamente le sujetaron conduciéndolo en dirección a la plaza por las oscuras calles. Antonio pensó que si iban a la plaza no habría peligro de que le hicieran algún mal, pero al llegar al minarete del reloj, le ataron a unas argollas situadas a metro y medio del suelo que antiguamente habían servido para atar las caballerías de los intermediarios a los que llamaban “corredores”. Y una vez atado con unos cordelillos que llevaban, empezaron a darle con unos rudimentarios látigos al tiempo que Florián le amenazaba “Rija, has de morir en mis manos. Tendrás un buen escarmiento” De nada servían las quejas y gritos de Antonio para que cesara el castigo que le infligían pues nadie andaba por la calle ocupados como estaban con la vendimia y el lugar no tenía iluminación suficiente. Acertó a pasar un muchacho llamado Tolosa con un carrillo de mano y como se quedaba mirando lo que hacían con Antonio, Florián se dirigió a él mientras este lo aparcaba delante de la droguería. “Oye Tolosa, nos tienes que hacer un servicio. Tienes que prestarnos el carrillo para un porte que tenemos que hacer” “No puede ser” contestó el aludido: “Tengo que llevar cal y polvos azules a mi casa para que mañana enjabielguen y me están esperando. Los tengo que comprar en la droguería de Layetano” Aquellas razones no parecieron convencerle y sentenció autoritario “Pues entonces tendremos que incautarnos del carrillo. Es cuestión de fuerza mayor. ¿Verdad que lo comprendes muchacho?” Y desataron a Antonio para montarlo en él, mientras que Tolosa viendo que de nada servían sus protestas salió en dirección del cuarto de los municipales, pero para cuando “el Lince” se enteró de lo sucedido y quiso ir al minarete, Florián y sus muchachos llevaban el carrillo con Antonio dentro a toda velocidad por la calle que conducía a la carretera que, pasando por la Mambrilla, unía Peralares con la Soleada. Antonio estaba dolorido y mareado por los vaivenes del carrillo del que tiraban dos muchachos y le empujaban otros tantos mientras Florián les arreaba como si fueran una cuadriga. Por la carretera no circulaban coches y en un santiamén llegaron a una zona de bajada pronunciada que conducía a unas lagunas naturales conocidas como “las tablas viejas” donde vivaqueaban patos y aves migratorias. El carrillo empezó a coger velocidad y poco antes de que la carretera bordeara la zona lacustre, soltaron el carrillo que ya llevaba velocidad. Antonio estaba asustado y no atinaba a decir nada mientras atrás quedaban las voces y risas de la cuadrilla de Florián. De pronto el carrillo chocó con el lomo del arcén y salió disparado por el aire yendo a caer dentro de la laguna que no tendría en esa parte ni un metro de profundidad. La impresión del agua fría y nauseabunda le hizo reaccionar del mareo y tras un momento de indecisión salió a la orilla chorreando. Como pudo se dirigió a su casa por un atajo que evitaba volver a encontrarse con Florián. Ya era totalmente de noche, pero había luna llena y eso le permitió orientarse. Entró en su casa sin hacer ruido y se acostó tras dejar la ropa empapada en una silla. Le dolía la cabeza y tardó en conciliar el sueño. A la mañana siguiente se levantó y vistió con la ropa todavía húmeda por lo que decidió ir a la barbería de Pepongo a terminar de secarse junto a la estufa que este tenía para calentar un puchero con agua porque no quería dar explicaciones en su casa. Pepongo estaba acostumbrado a las excentricidades de Antonio, pero aquello superaba lo conocido. Presentarse con la ropa mojada. Atizó la estufa y procuró que se secara. “Rija, el día menos pensado te mueres por las trastadas que haces” Pero Antonio no quería que se supiera lo que había pasado. Se abrió la puerta de la barbería y entró el “Lince”. “Hombre, por fin te encuentro. ¿Qué ha pasado con el carrillo de Tolosa? ¿Lo ha robado Florián o qué? Antonio trató de explicar lo sucedido “Creo que está en las tablas viejas” “Pero ¿quién lo ha llevado allí? Porque solo no se ha ido” “Creo que Florián y su banda” “Estáis hechos unos bandarras. Ya lo digo yo “gente parada, malos pensamientos” y salió de la barbería jurando en arameo. “Amiguito, de modo que no sabes lo que pasó con el carrillo y sin embargo le dices al municipal que debe estar en la “tabla vieja”. Esto me huele a que sabes mucho más de lo que dices, Rija” le espetó Pepongo al tiempo que movía la cabeza. Más tarde y por medio de informaciones que le llegaron de amigos, se enteró que “Seneca” había interrogado a Florián y este había cantado de plano. El “Lince” localizó el carrillo entre los juncos y se lo devolvieron a la familia de Tolosa que había denunciado la sustracción. La historia terminó como tantas otras veces con una paliza a Florián que le propinó su padre, y que no surtió efecto alguno, como de costumbre, en su comportamiento.
Pero esta vez sí pareció ser más prolongado el silencio y la falta de comunicación entre Florián y Antonio que cuando se encontraban por la calle volvían la cabeza para no cruzar las miradas. Pero Florián no olvidaba lo acontecido con “el rayo de la muerte” y un día que Antonio fue a cambiar con Mique tebeos por pegamento y betún a la fragua de Lucero, se topó con Florián y varios de su banda. “¿Traes el 1X2?” le preguntó Mique en clave. Intervino Florián antes de que contestara Antonio. “Vamos a ajustar cuentas por lo que le hiciste al “rayo de la muerte” y le ataron al yunque con la intención de poner un hierro en el fuego para marcarle como a las reses una “F” en el trasero. La llegada oportuna de unos hombres salvó milagrosamente las posaderas de Antonio.