Los años pasaban y Antonio se hacía mayor sin darse cuenta. Los amigos empezaron a estar más sujetos, los menos, por los estudios y la mayoría por el trabajo en el campo con su padre. Su abuelo Rija le encargó que se dedicara a cobrar letras de las que él gestionaba como corresponsal del banco, y a eso se dedicaba llevando una cartera con correas montando su inseparable bicicleta, o bien andando si se trataba de casas próximas. Por dicho trabajo le pagaba seis duros diarios, pero pasado un tiempo, terminó ganando veinte duros. Antonio seguía vistiendo como siempre, un pantalón corto hasta debajo de la rodilla, una camisa sin cuello, y unas zapatillas gastadas con las que se sentía a gusto. Su tío Daniel le zahería continuamente por sus costumbres y poco interés por el trabajo físico en el campo. “Antonio, no sirves para nada. No haces más que el gandul sin dar un palo al agua. ¿No te da vergüenza que no sepas ni donde están las fincas de tu padre a las que no vas ni de visita?” “El campo no es lo mío tío Daniel, pero si tanto interés tienes, esta tarde mismo voy a trabajar contigo” Contestó Antonio en uno de sus arranques impulsivos sin pensar lo que decía.
Y cumpliendo su palabra, pasadas las seis de la tarde, cuando había pasado un poco el calor, fue al campo y les estuvo ayudando a cargar haces de mies recién segada. Su tío estaba sorprendido gratamente y al regresar le obsequió con una abundante cena de la que Antonio, hambriento como estaba por el trabajo, dio buena cuenta, quedando emplazado para el día siguiente a las seis de la mañana. No sabía Antonio como despertaría para esa hora ya que en su casa era impensable tener un despertador, ni reloj dado que a ninguno se le ocurría madrugar ni necesidad de saber la hora del día. ¿Para qué? Por lo que tras un corto sueño despertó sobresaltado, y pensando que ya sería la hora, saltó de la cama y vistiéndose deprisa salió a la calle. No había oído dar campanadas al reloj del Minarete y no se veía un alma a quién preguntar. Llegó a la casa de su tío y golpeó con el llamador sin obtener respuesta por lo que tras un tiempo prudencial volvió a llamar con más fuerza hasta que al rato se abrió un balcón y se asomó su tía en camisón de dormir y con cara somnolienta. “¿Pero qué haces aquí llamando a estas horas?” le increpó, y Antonio se irritó por pregunta tan obvia “Pues a qué va a ser, a trabajar” “¡Pero si faltan más de cuatro horas. ¡Vuélvete a la cama y déjanos dormir! Marcha y no molestes” y cerrando el balcón le dejó con dos palmos de narices. “Y ahora ¿qué hago? Yo no me acuesto que entonces me quedo dormido. ¡Ya sé! Me iré al cuarto de los municipales para oír la radio” y allá que se fue perseguido por un perro ladrador que le “acompañó” hasta el cuarto, para entretenimiento del “Lince” que estaba de noche. Oyeron la tertulia de radio Zaragoza y luego salieron a sentarse al fresco. El reloj del Minarete parecía haberse también dormido y el tiempo pasaba despacio. Incluso dieron unas cabezadas y cuando empezaba a clarear pasó atravesando la plaza el “Tostao”, un gañán de su tío Daniel, que se sorprendió de verle a esas horas, y le acompañó a la casa. Salieron pronto con el carro hacia la finca y lo cargaron con la fresca, pero aquel trabajo no se había hecho para Antonio y entre que no tenía sombrero de paja para protegerse del sol, y que los haces eran grandes y pesados, le resultó duro y agotador. La parada de la comida resultó su salvación y sentado a la sombra de una higuera junto al pozo y la casilla, dieron buena cuenta de un moje con suculentas “tajás”, y de poco a poco un gran trago de agua del botijo que estaba fresquito dentro de un cubo en el pozo. La siesta fue reparadora y hasta las seis no volvieron al tajo. Antonio haraganeó lo que pudo hasta tener que cargar de nuevo el carro y para las ocho regresaron al pueblo. Su tío Daniel le pagó doscientas pesetas y le recordó que, al día siguiente, a pesar de ser dieciocho de julio, fiesta nacional, tenían que ir a trabajar aunque una hora más tarde. “Mañana te quiero ver aquí a la siete de la mañana ¿entendido?” Antonio se dijo para sus adentros “Estás listo si te crees que me vas a volver a pillar. A otro perro con ese hueso” Cuando esa noche se metió en la cama sabía que estaría en ella más de un día descansando.
Antonio siguió con su trabajo habitual de cobrador de letras que era mucho más descansado y entretenido porque podía entablar conversación con la gente de los temas de actualidad, que prioritariamente era el fútbol, tema en el que tenía reconocida autoridad. Aquel sábado víspera de los esperados encuentros del domingo, se entretuvo discutiendo con alguno más de lo usual en el banco de Peralares donde ingresaba lo recaudado. Entregó cincuenta mil pesetas en efectivo mientras tenía una disputa futbolística con el cajero, dejando olvidados en el mostrador y sin entregar, tres cheques de cien mil pesetas cada uno. Volvió al pueblo en su bici silbando el himno del Atlético y entregó los resguardos bancarios a su tío, que no se extrañó de que faltara el resguardo de los tres cheques, imaginando que por ser sábado estarían con mucho trabajo y se los entregarían el lunes. Antonio se había resfriado y se quedó en la cama, por lo que fue al banco a entregar el dinero y cheques su primo, hijo del tío Daniel. Al no entregarle los resguardos de los cheques que Antonio debía haber entregado el sábado, rápidamente se lo comunicó al padre y al abuelo que se imaginaron lo peor. El abuelo se presentó en la casa de Antonio dando voces y maldiciones, y este se despertó sobresaltado y salió sin vestir para enterarse de lo que sucedía, dándose de bruces con el encolerizado abuelo que blandía una garrota. “Antoñito ¿Dónde has metido los tres cheques “tirao”? seguro que se los has dao a tu padre. ¡Vais a ser la ruina del capital!” Antonio empezó a hacer memoria mientras se vestía rápidamente ante la mirada airada del abuelo que se alejó vociferando “¡Me cago en Judas. ¡Me voy a tirar un tiro que van a llegar los sesos a la “peñona”! Ahora mismo voy al cuartel a dar parte a la guardia civil” Y salió de la casa todo lo deprisa que podía. En cuanto estuvo vestido salió Antonio en busca de su madre que estaba en la casa colindante de la tía Obdulia, para ponerle al corriente de lo sucedido. Cuando regresaban se encontraron con una pareja de la guardia civil que les informaron de la denuncia puesta por el abuelo y la obligación de que los acompañara al cuartel para prestar declaración. La madre les acompañó y al llegar a la plaza le dijeron “Antonio, no vayas en medio, que la gente de la plaza se va a creer que te llevamos detenido” A pesar de lo cual, la gente se quedaba mirándolos y comentando por lo bajo “¡Han detenido a la Paca y a su hijo Rija y los llevan presos!” Al llegar al cuartel, el abuelo salió de su abatimiento y señalándolos con la garrota empezó a decir “¡Este bandido, tirao, tendrá los dineros su padre! ¡En su casa, tres hombres como templos y ninguno trabaja!” y siguió voceando enfurecido “¡Trabajando toda mi vida y este hecho un gandul! ¡¡Ya estoy cansao de mantener putas y muleteros!!” Cuando se calmó, pudo Antonio dar su versión de lo sucedido y tras montar en un coche en el que iban el cabo, el tío y el abuelo con Antonio, se dirigieron a la casa del director del banco de Peralares. Ya era tarde y el director les abrió la sucursal para buscar los cheques donde Antonio recordaba haberlos dejado, pero allí no estaban. Todos se movilizaron de un lugar a otro, inquietos y sin esperanza de encontrarlos, mientras Antonio, giraba la vista desde el lugar donde había estado, reparando en una papelera justo a sus pies que contenía unos papeles. Se agachó y cogiendo unos arrugados descubrió con alegría que se trataba de los cheques que buscaban. Cuando llamó a su abuelo enseñándolos le pareció ver como se libraba de un enorme peso que le aplastaba, y algo parecido a una mueca de sonrisa se dibujó en su cara. Nadie le pidió disculpas. Nadie le pasó la mano por el hombro para consolarlo ni para darle las gracias. El abuelo decidió por su cuenta que dadas las circunstancias, sería conveniente ir personalmente a entregar el dinero y los cheques, al banco de Peralares, para lo cual necesitaba una moto pequeña que él pudiera manejar. No era consciente de la dificultad de su manejo ni de las normas de tráfico ni de nada. El vendedor no le sacaría del error, dispuesto a cerrar la venta de la moto, así que. Una vez recibidas las más elementales normas, montó en ella y arrancó como una flecha. La gente le vio pasar por la plaza mirando fijamente al frente, sin saludar, como tenía por costumbre. Por la carretera iba adelantando a todos, y acertó a pasar delante del banco cuando entraba el director al que le llamó la atención que no se detuviera delante del mismo y la velocidad que llevaba. También reparó en la expresión de la cara del abuelo Rija, mezcla de ira y terror. Más tarde se supo que no recordaba cómo se frenaba y cuando lo intentaba, aceleraba aún más la moto, terminando la veloz carrera contra un montón de mies en una era de las afueras del pueblo. Días más tarde se llevaron la moto de efímero uso, a la que el abuelo llamaba “máquina del demonio”