Los días empezaban a ser más largos y parecía como si se barrieran las sombras del atardecer con escobones de era dejando celajes de luz por las calles en las blancas paredes de cal. Antonio, “Tete” para su madre, diminutivo de Antoñete, salió corriendo como de costumbre de su casa en dirección a la barbería del “mudo” de quien Antonio nunca supo el porqué del mote ya que hablaba por los codos tanto cuando no tenía clientela como cuando afeitaba o cortaba el pelo. Se abrió la chirriante puerta de la barbería y los ocupantes del pequeño cuartucho volvieron la cabeza. El “mudo” detuvo la maquinilla con la que estaba rapando el cuello de un cliente y miró de soslayo. Allí estaba el causante, un muchacho de unos doce años desgarbado, con la cabeza casi rapada y un flequillo despeinado. Vestía atrabiliariamente con unos calzones hasta la rodilla de color indefinible sujetos por un solo tirante atravesado por encima de una camisa que alguna vez fue blanca con los faldones medio salidos de los calzones.
De las alpargatas que estaban algo rotas, asomaba la punta del dedo gordo. Su cara alargada y los ojos saltones le hacían parecer algo mayor a su edad, y aún más cuando hablaba. –“¡Rija, siempre tienes que entrar haciendo ruido! ¿No te he dicho mil veces que entres con cuidado?”- Habló el “mudo” retomando la tarea con la maquinilla sobre el cuello del agricultor. –“¡Calla ya y no me vocées, cansao!” que “tienes más tontería que Dios talento”- replicó el muchacho sin dar muestras de intimidarse por las palabras del barbero. –“Yo lo que quiero es “sentir” el partido del Atlético con el Madrid. Tenemos que meterle una espuerta de goles a esos señoritos.”- Añadió Antonio refocilándose mientras se dirigía al aparato de radio situado sobre una repisa, cubierto con una cortinilla floreada de franela, e intentando alcanzar el mando de la misma. -¡No le llegues que nos atruenas a toos!”- Le recriminó el barbero al tiempo que le sujetaba por el tirante para que no se aupara al banco donde estaban sentados los hombres que esperaban su turno y que se apartaron a tiempo mientras reían la ocurrencia de Antonio al que en el pueblo de la Mambrilla todos conocían por “Rija”, apodo heredado de su abuelo paterno. El muchacho logró zafarse del barbero haciendo girar el mando. El dial se iluminó pero tardó unos segundos en poder oírse la voz del locutor. Los aparatos de lámparas necesitaban calentarse para que pudieran funcionar y aquel silencio se le hizo eterno a “Rija” que puesto en jarras empezó a despotricar. –Vaya una radio mala que tienes “Mudo”, no sirve pa ná. Madruga y tíralo sin que te vean por si acaso te denuncian por tirar basura…--
--“¡… Y termina el partido con el resultado de 4 a 0 a favor del Atlético de Madrid con goles de Pérez Payá por partida doble, Luciano en propia puerta y Tinte. Helenio Herrera ha dirigido magistralmente al Atlético ganando al Real Madrid de Héctor Pedro Scarone. Hay que destacar el gran partido del sueco Karlsson. Y sin más noticias devolvemos la conexión a nuestros estudios centrales con el saludo de Enrique Mariñas!”—Y empezó a sonar la publicidad. –“Okal, Okal, Okal es lenitivo del dolor…”-
Antonio no cabía en sí de gozo. –“¡Ya te decía yo que les íbamos a meter una espuerta, y ya somos como quien dice campeones de liga! Me voy corriendo a casa a celebrarlo comiéndome una tortillita de patatas. Ahí queda y hasta otra “bocarán”—Y salió como alma que lleva el diablo dejando la puerta abierta sin importarle las voces e imprecaciones que le boceaba el “mudo”. La calle empedrada y con baches no impedía que Antonio volara pensando en llegar a su casa para zamparse la tortilla preparada por su madre. La casona manchega tenía un zaguán con cancela de hierro de 1893 como indicaba en números de bronce oscurecidos por la pátina del tiempo. Traspasada esta se accedía a un patio con ocho columnas de piedra que sostenían los artesones de la galería de la primera planta a la que se subía por una escalera al fondo del patio que se hallaba en penumbra iluminado por una sola bombilla junto a la subida de la escalera. Toda la casa tenía aspecto de abandono y desidia, con desconchones en las paredes y escasa iluminación. Subió Antonio deprisa y por una puerta de la galería entró en la sala que hacía las veces de cocina con una mesa redonda, una alacena, varias sillas de anea junto a una mesa tocinera, y chimenea de campana en la que en una sartén con patas sobre la lumbre de sarmientos, se cuajaba una tortilla de patatas. Su madre había ido a la despensa contigua para coger un plato por lo que Antonio se sentó en el taburete que utilizaba la cocinera, embelesado y relamiéndose de gusto. De repente saltaron unos chisporroteos del hollín de la pared y Antonio temeroso de que afectaran a su adorada tortilla, tiró brusca y torpemente del mango de la sartén hacia él provocando que la tortilla saliera despedida por el aire y aterrizara sobre su cabeza. Antonio gritó de dolor y sorpresa, mientras que chorreones de huevo y aceite le corrían por la cara y el cogote. A los gritos acudió corriendo la madre encontrándose con el insólito cuadro. Rápidamente le quitó los restos de la tortilla curándolo con un paño mojado en agua mientras Antonio no paraba de dar gritos por el dolor de las quemaduras y por la pérdida de su tortilla.
De aquel suceso sacó Antonio un pelado al cero que le hizo entre chanzas el barbero, y un vendaje que le daba aspecto de un pequeño faquir. Aunque no le importara su aspecto ni los comentarios de la gente, pasó unos días tumbado en la cama o en un sillón, entretenido con una de sus aficiones favoritas; leer “cuentos,” que era como llamaban en el pueblo a los tebeos. Devoraba los del “Guerrero del Antifaz”, “Roberto Alcázar y Pedrin”, “El Cachorro” y otros, de los que aprendía expresiones que utilizaba en sus conversaciones con los compañeros de aventuras y las personas mayores que no entendían lo que les decía la mayoría de las veces. Había aprendido a leer fijándose en los que le leía el barbero cuando no tenía clientela gracias a su buena memoria. Los compraba en el cuarto de la “hermana” Adela, que era como llamaban a la mujer que vendía golosinas y cuentos, además de tener un futbolín en el que hacían trampas cuando esta no les miraba. Antonio manejaba algún dinerillo que cogía del cajón de los “cuartos” en la tienda de su padre situada en una sala de la planta baja del caserón donde vivían. En la tienda, que casi siempre estaba desatendida, todo estaba revuelto. Entraba alguna mujer a comprar y tenía que gritar a viva voz “¡quien vive!” varias veces para que salieran a despacharla, pero entre el ruido de la radio que siempre estaba encendida y que los miembros de la casa estaban por los sitios más recónditos o bien habían salido para algún recado, tardaban en atenderles la mayoría de las veces. Si estaban cerca de la tienda Antonio o su hermana Manoli les decían:-- “Coge lo que quieras y te lo apuntaré”-- En más de una ocasión se olvidaban de anotarlo o lo escribían con la mala letra de Antonio que no había humano que la entendiera y las más de las veces no se apuntaba. El padre de Antonio, del que él hijo era vivo reflejo, estaba casi siempre de “gira” con una bicicleta en la que cargaba mercancías en el “porta” cómo cajas de betún o galletas y se iba por los pueblos a vender para luego gastarse el dinero en juergas y mujeres. En los días que estaba en el pueblo le dio por poner espejos inclinados o directamente en el suelo junto al mostrador para intentar verles las bragas a las clientas que empezaron a sospechar y a no ir cuando sabían que estaba en la tienda. Antonio como manejaba “patacones” e incluso alguna peseta rubia, era seguido por algunos muchachos a los que convidaba y dejaba leer algún cuento convirtiéndose en el jefe de la banda, que se aburría si no hacían alguna trastada o peleaban contra los chicos de otros barrios aunque la mayoría de las veces salieran corriendo huyendo de las pedradas que les lanzaban, terminando todos escalabrados menos Antonio que procuraba ir a retaguardia de sus “huestes”. Luego se olvidaban las heridas con las magdalenas, el chocolate y unas gaseosas que Antonio cogía de la tienda de su casa y que comían en el corral. Aquello les reconfortaba y terminaban juramentándose para en la próxima ocasión devolverles la derrota, aunque era vana ilusión porque en la siguiente ocasión volvían a ser derrotados ante la ira de Antonio que no veía la ocasión de revivir las heroicas aventuras y victorias de su ídolo “el Cachorro” con su fiel Batán. Aquellos filibusteros de tres al cuarto les hacían siempre morder el polvo y no tenían nada que ver con los rudos personajes que dibujaba Iranzo y que Antonio leía y releía hasta que se le quedaban grabados en la memoria y que inútilmente intentaba revivir con su desmadejada hueste. Más parecían los piratas del Caribe a los que “el Cachorro” y su fiel “Batán” daban siempre pálpelo sin que estos escarmentaran, que ya eran ganas de recibir “leña” a troche y moche.