Aquel mes de marzo fue más loco de lo debido. Tan pronto llovía torrencialmente como hacía tanto calor como en verano. Luego se pagaban las consecuencias con resfriados y dolores de cabeza. Algo parecido le pasó a Pancho, el hermano pequeño de Antonio. Nadie se extrañó que le doliera la cabeza, tuviera tiritera y se acostara. Aquello era normal cuando te resfriabas y no tenías ganas de verte. Pasabas unos días pachucho, y luego se te pasaba como si nada. Pero pasaron unos días y no se ponía bueno, por lo que la madre de Antonio decidió avisar al médico, y allá que fue, le auscultó, tomó el pulso, puso el oído en su espalda, le tomó la temperatura… y salió de la habitación con gesto preocupado. Aquello no tenía buena pinta. Le recetó unas inyecciones caras para ver si le hacían efecto, pero pasado el primer momento de alivio, Pancho empeoró.
La madre de Antonio llamó a un médico de Peralares muy famoso y de paga. Vino en coche con un maletín de cuero e hizo lo mismo que el médico del pueblo… y salió con gesto grave. “Señora, ha tardado en avisarme. Solo un milagro puede salvarle, tiene una bronconeumonía de la que es muy difícil curarse. Son mil pesetas por la visita”. Y allí todo fueron llantos, y el cura, D. Diego que acudió al enterarse, consolaba a la madre, porque el padre estaba en la cárcel por asustar a unas mujeres. Cameras, un muchacho formal, estudioso y trabajador, conocido de Antonio pero que nunca participaba en sus aventuras, se propuso conseguir que dejaran salir al padre de la cárcel para ver a Pancho antes de que muriera. Pero todo era inútil. Habló con el cura, el sargento de la guardia civil, el alcalde… Pancho se moría a chorros, pero antes tuvo tiempo de dar ánimos a su madre y hermanos “No os preocupéis, que no me muero porque no tengo tiempo. Tengo muchas cosas que hacer todavía”. Cuando llevaban su cuerpo a la iglesia, Antonio no vestía ya de monago ni volvió a vestirse ya de monaguillo. Acompañaba a su desconsolada madre y hermanos detrás del coche de caballos. Justo al llegar a la puerta de la iglesia vieron llegar al padre entre la pareja de la guardia civil. Se agarró a la caja y lloró un buen rato. Luego del entierro volvió a irse con la guardia civil e hicieron una parada en la taberna para beberse una botella de vino. Quería ahogar la pena, pero no sabía que la condenada flotaba.
Desde ese día, algo cambió en Antonio. Algo que la gente no percibía, pero que ya jamás le abandonaría. Un halo de pesimismo mezclado con su consabida y descarnada sinceridad. Descubrió quienes eran sus amigos, bueno, su amigo Cameras, que no lloró ni hizo teatro. Consiguió lo más importante para la familia. Que todos juntos pudieran dar sepultura al mejor de ellos. A Pancho. Aquel fue el entierro más triste al que asistió Antonio de monago portando el cirial, sin cantar las jeringonzas por lo bajini ni hacer chanzas con los otros monagos. Y hasta pudo ver a Florián presidiendo a sus esbirros agachando la cabeza al paso del cortejo fúnebre, y al truhan de “Polviscas” con la boina en las manos por primera vez en su vida y en actitud compungida.