Puede que entrados en este confuso siglo XXI muchas personas crean que la Navidad comienza en el Puente de la Inmaculada, con las “romerías” a las grandes ciudades para visitar la iluminación navideña y realizar compras. Los más caseros, podrían confundir el inicio con el bombardeo de anuncios de espumosos, turrones y perfumes. Otros podrían incluso asociarlo con la avalancha de cafés, comidas y cenas que sepulta el calendario de diciembre.
Sin embargo, la Navidad como tiempo litúrgico comienza en una noche mágica que ha perdurado a lo largo de los milenios, -precisamente por eso, porque es mágica-: la Nochebuena, nuestro particular espacio para Maitines tradicionales, víspera de la Navidad, del Nacimiento, del epicentro de la celebración.
Pero, ¿cuándo termina “oficialmente” la Navidad? Pues precisamente, en su tiempo litúrgico, este domingo 10 de enero, Fiesta del Bautismo de Jesús, el domingo posterior al 6 de enero (Epifanía del Señor).
Celebramos este domingo 10 el final de la Navidad más insólita del último siglo y lo hacemos de la manera más extraña posible: confinados a la fuerza en el término de Membrilla, con medidas especiales que afectan a nuestra vida diaria y retenidos en nuestros hogares a partir de las 10 de la noche. Y, lo que es más grave aunque se nos olvide a cada rato, víctimas de una pandemia mundial. Incluso el tiempo ha sido extraño: Lluvias, granizadas, nieve... Bellas y Filomenas… Y vendrá el frío…
Hoy es el día de guardar los adornos que por primera vez hemos disfrutado en la estricta intimidad de la familia más cercana, o en el frío universo de las redes. Guardamos en la caja unas navidades marcadas por el miedo. Unas navidades calladas en las casas, sin celebraciones sociales en la calle y en las plazas o en los teatros, limitadas en los templos, solitarias en los parques, silenciadas como nunca en la historia de las navidades de Membrilla y, en muchos casos, dolorosas por las ausencias.
Sin embargo, no podemos desmontar los Belenes, desdibujar los árboles, sin más. La Navidad es una historia que va más allá de luces y silencios externos. Nos queda una pequeña pero inmensa celebración que año tras año casi pasamos desapercibida: Con el Bautismo de Jesús en aguas del Jordán, a manos de Juan el Bautista, recordamos nuestro propio bautismo, ese sencillo acto en las formas, nacido del simple y simbólico contacto con el elemento más humilde, -el agua-, que nos marca y nos introduce en el selecto grupo de personas que celebran la Navidad en esencia: el Nacimiento de Jesús. Un acto de bienvenida. Un abrazo de la comunidad que nos recibe. Una fiesta de la vida cuyo sentido gusta, aunque no se quiera reconocer, y por eso se celebran “bautismos civiles”.
Una fiesta que olvidamos seguir celebrando.
Lo advertía el papa Francisco en enero del año 2020: “Yo quisiera que cada uno de nosotros supiera la fecha del Bautismo: sabemos la fecha de nuestro cumpleaños, la fecha de nuestro nacimiento; pero ¿cuántos de ustedes saben la fecha del Bautismo? Pocos… como no se celebra, se olvida.”
Y nos dejó esta “tarea para hacer en casa: Pregunten a sus padres, a los abuelos, a los tíos, a los amigos ‘¿cuándo fui bautizado?, ¿cuándo fui bautizada?’. Y lleven siempre esa fecha del Bautismo en su corazón para agradecer al Señor la gracia del Bautismo.”
Pese a todo, esa es la Navidad que no se guarda hoy en una caja.