Poco más de veinte años tenía el joven seminarista Luis cuando pisó las calles de Membrilla, no sabemos si por primera vez, pero sí de un modo más personal. Su padre, Eduardo, había pedido el traslado a Membrilla para concluir su vida laboral como secretario en el Ayuntamiento, dejando atrás Alhambra, la localidad que vio nacer al pequeño Luis en un año muy difícil, 1935; tiempos convulsos en la antesala de la Guerra Civil.
El paso de la familia Sevilla por nuestra localidad marcó esa etapa vital del joven seminarista, -nos contaba hace un tiempo-, aunque en aquellos cinco años su vida se desarrollaba también entre la casa familiar de Daimiel y el seminario. El reencuentro definitivo se produciría muchos años después, a finales de 1989, cuando el obispo lo destina como párroco a Santiago el Mayor. Nunca volvería a dejar Membrilla. Y eso significa mucho.
No existe una descripción universal de la calidad humana y sacerdotal de Don Luis. Hay mil modos de definirlo, de contarlo, de vivirlo, tantos como relaciones personales ha establecido con cada uno de los vecinos, grandes y pequeños, en estos más de treinta años en la parroquia. Aquí cada uno tiene su propia historia y tendrá su particular e íntimo modo de recordarlo.
De profundas y estrictas convicciones cristianas, pero amable siempre e implicado en cambios y reformas que hoy observamos en la vida religiosa de la localidad sin reconocer siquiera que fueron obra suya. Subrayaríamos mil cosas, como la atención a los mayores, que siempre tuvieron en él un amigo, más que un párroco, en sus visitas domiciliarias.
Y la atención a los pequeños. Los que tuvimos hijos monaguillos no podemos dejar de sonreír reviviendo los sábados de paga, los churros de Desposorios, las bolitas de anís en el botijo de la sacristía, las famosas pastas, el fin de temporada en los toboganes de Ruidera… Porque Don Luis fue el impulsor del bullicioso y numeroso plantel de monaguillos de la parroquia. También el que “les regaló” las campanillas litúrgicas que tanto han sonado en la iglesia, a veces a destiempo.
Pero de toda su trayectoria en Membrilla, nos quedamos hoy solo con un elemento muy simbólico que marcó su llegada… y también su despedida.
Cuando Don Luis vivió la primera Semana Santa en Membrilla, en 1990, lo que más echó en falta, nos decía, era la Vigilia Pascual. El rito de la luz. Y, apoyándose en una joven Hermandad de Santiago, consiguió en solo un par de años pasar de la decena de asistentes de los años previos a un templo a rebosar de fieles. “Para mí lo más importante era la Pascua de Resurrección. Y ahí había que echar el resto”, decía. Pero lo hizo de un modo aún más especial: Su aportación simbólica aquellos años “fue la recuperación de la piedra en el ritual del Fuego Nuevo, algo que había vivido intensamente en sus años como párroco en La Puebla de Don Rodrigo.” Don Luis nos relataba “el impresionante simbolismo de sacar la “chispa”, metáfora evangélica de la chispa de la vida que da la Resurrección a Jesús. El fuego que prenderá el cirio pascual y las velas en el templo nace de una chispa producida de modo natural de una piedra de pedernal, según antiguos ritos.”
Sí. Hoy, el impresionante simbolismo de la “chispa” de la vida.
Don Luis nos regaló mucha vida, toda la suya, en estos años. Ayer tuvo una multitudinaria despedida en su última misa en el templo de Santiago el Mayor. Le acompañaban nuestros antiguos párrocos Eulalio y Raúl, después de tantos años compartidos en la parroquia. Junto a él, simbólicamente de nuevo, un cirio pascual.
A su salida de la iglesia, los vecinos y vecinas de Membrilla le despidieron entre una intensa lluvia de aplausos espontáneos.
No sabían expresarlo de otro modo.
Descansa en paz.