Hay un sentimiento íntimo y personal inexplicable en volver la mirada atrás y reencontrarse con un pasado que nos perfila recuerdos y momentos muchas veces perdidos en la vorágine de datos del mundo actual. Instantes que nos retrotraen a espacios domésticos frente al fuego de la chimenea, donde abuelos y abuelas, padres y madres, revolvían las brasas y contaban historias de vivos y, sobre todo en esta época, de muertos.
De muertos “buenos”, anclados en la entrañable senda de la memoria; de los que se fueron dejando ausencias importantes. Pero también de muertos “malos”, de los que empujados por deudas y promesas pendientes permanecen errantes entre cielos e infiernos, importunando y aterrando a propios y extraños.
Es curioso observar cómo los niños, incluso muchos adultos, de estas primeras décadas del milenio han concentrado en un par de actos muy concretos y casi anecdóticos miles y miles de años de historia, tradición, leyenda, ritos y costumbres populares. Y no es una crítica más al culto otorgado a la “importada e impostada” fiesta americana de Halloween; ni siquiera es una crítica, sino la tristeza de comprobar cómo toda la riqueza de la tradición europea y española ha quedado limitada en muchos casos a un disfraz, perdiendo la oportunidad de conocer otros modos de vivir unas fiestas que, por cierto, también tienden a confundirse y mezclarse: el Día de Todos los Santos, especialmente su víspera, y el Día de Difuntos, herederas de interesantes y mágicos mundos celtas y romanos.
Y especialmente misterioso es el sentido de la luz en estas jornadas, sobre todo en la víspera de Todos los Santos: la noche mágica por excelencia para vivos y muertos, en la que cobra una especial relevancia un rito ancestral como el de encender una vela.
Volvemos de nuevo al mítico Samhain celta que celebraba el cambio de estación en una noche del 31 de octubre en la que la frontera entre el mundo de los vivos y de los muertos se difuminaba. Los espíritus de los antepasados volvían al hogar, donde eran recibidos y agasajados en la mesa común para que siguiesen protegiendo a la familia. En su honor también se encendían velas y hogueras que les ayudaban a encontrar de nuevo el camino de retorno al otro mundo. En su lado opuesto, más terrorífico, las llamas alejaban a los espíritus malos que pudiesen acercarse a la casa con peores intenciones.
De sobra es conocida la tradición de la linterna de Jack, el irlandés que por intentar burlar al diablo se vio condenado a vagar por el mundo, sólo ayudado por la luz que le aportaba una pequeña brasa encendida dentro de un vegetal, un nabo o remolacha en Europa y España, incluso en Castilla-La Mancha; una calabaza en la deriva americana de la historia.
Y desde el mundo celta, al mundo romano y a la posterior tradición cristiana, donde las velas se convirtieron en un elemento imprescindible no sólo en los enterramientos, de manera general, sino en la víspera de los santos respecto a los espíritus.
Perdura en la memoria del siglo XX la idea de que, la noche del día 31 de octubre, las almas vuelven para visitar a sus seres queridos y se mantiene al mismo tiempo el convencimiento de que al fallecer una persona no moría del todo y que había que ayudarle a encontrar el itinerario hacia el cielo. Ante el riesgo de que se perdiesen en la oscuridad de la noche o no pudiesen regresar, las velas colocadas en las casas, junto al hogar de la cocina, sobre la cómoda de la abuela, en las ventanas, o incluso sobre la propia lápida en el cementerio, les indicaba el camino. Velas humildes en muchos casos, como aquellas antiguas lamparillas “mariposas” formadas por una sencilla mecha anclada en corchos y cartones redondeados donde en muchas ocasiones se adivinaba el dibujo de un antiguo naipe y que nadaban en agua y aceite sobre un plato.
También está latente la imagen más macabra de almas atormentadas de espíritus no tan bondadosos a las que hay que alejar. Es ya muy complicado recordar las historias de los abuelos, esos cuentos al amor de la lumbre que hablaban de aparecidos para asustar a los más crédulos, destacando entre todas un mito muy castellanomanchego: el de la “estantigua”, la procesión de fantasmas o almas en pena que recorrían las calles aterrorizando a los vecinos durante esta época del año.
Para unos y otros, las casas de toda España, entre ellas las de Membrilla, se llenaban la noche del 31 de octubre de velas. Una tradición que aún perdura pero que camina hacia el olvido y en la que, lamentablemente, no se está implicando a las nuevas generaciones. La noche del terror, del Halloween más radical, o incluso del Holywins forzado, está silenciando ritos ancestrales extraordinariamente bellos que nos tocan en lo más hondo, que nos pertenecen.
Qué sentimiento tan íntimo y personal, tan sencillo, encender una vela la noche del 31 de octubre, víspera de Todos los Santos, para mostrar el camino a los que se nos fueron y en familia o entre amigos, y sobre todo con los niños, recordar con cariño a los nuestros.