Don Pedro Roncero Menchén cumple cien años este jueves 1 de abril. Pero no es un jueves cualquiera. Quizá la “divina providencia” ha querido añadir una guinda especial al pastel haciendo coincidir esta fecha tan extraordinaria con uno de los días más señalados en la carrera sacerdotal de don Pedro: el Jueves Santo. Ya jubilado y hasta sus últimas colaboraciones con la parroquia de Membrilla, don Pedro se encargó de la predicación del Jueves Santo en la Misa Vespertina. Era el día del Mandato, de la ordenación sacerdotal, de la humildad y, sobre todo, era el día del mandamiento nuevo, del Amor fraterno, emblema de su predicación a lo largo de sus 73 años de sacerdocio.
Y por eso a la pregunta de “cómo se siente uno al cumplir 100 años” la respuesta de don Pedro es tajante: “Pues cien años para vivir y cien años para amar”. Y explica: “Vida y amor se complementan de tal modo que vivir es amar y amar es vivir.”
Llegó don Pedro a Membrilla en 1921, en la casa humilde de un carpintero, en la calle de las Monjas, casi frente a un monasterio que sería su “hogar” durante los años que duró su cargo como capellán de las Concepcionistas Franciscanas, a mediados del pasado siglo.
Travieso monaguillo en sus primeros acercamientos al templo, quiso marchar al Seminario, ayudado con una beca creada bajo la advocación de la Virgen del Espino, pero la llegada de una guerra frenó su camino y tuvo que retornar a Membrilla, donde ayudó a su padre mientras se formaba en la Escuela de Artes y Oficios creada por la CNT, una etapa sobre todo artística bajo las directrices de un enigmático Marcelo Rodríguez Sierra que nunca olvida. Terminada la contienda, don Pedro volvería al Seminario de Ciudad Real y tras finalizar sus estudios es ordenado sacerdote el 4 de abril de 1948 en Daimiel, siendo obispo D. Emeterio Echeverría, lo que le confiere además el notable título de ser el sacerdote decano de la Diócesis de Ciudad Real. Su primer destino, San Lorenzo de Calatrava y Huertezuelas, dos pequeñas poblaciones a la entrada del Valle de Alcudia que fueron escenario de “cuatro años muy felices”, a pesar del aislamiento, a pesar de los viajes en mulo a través de la sierra…
Después llegaría Membrilla, once años como coadjutor de la parroquia y capellán del convento, y también su traslado como párroco a Montiel en 1963 y a Herencia en 1971, pueblos donde recibió el amor incondicional de los feligreses y donde le sorprendería la jubilación en 1988, así, sin darse apenas cuenta, tras una intensa vida de dedicación y servicio a los demás: “Tengo el deber y la obligación de escuchar para aprender. A lo largo de mi vida, la gente me ha enseñado mucho, la propia experiencia de padres, madres, de gente que ha sufrido… y que me lo ha trasmitido, me ha enseñado a atender mejor a los demás. Sin los demás no somos nada ni nadie. No sé cómo la gente puede ser a veces tan orgullosa.” Y añade: “Guardo tantos recuerdos de amigos, sacerdotes, de feligreses, de mis quintos… Éramos ciento y pico quintos y ya sólo quedo yo.”
Volvió como sacerdote emérito a Membrilla, donde siguió volcándose con la vida parroquial. De mente privilegiada y profunda oratoria, nadie olvida sus predicaciones, ni su entrega, ni la emoción que desprendían sus Sermones del Encuentro en la Madrugada de Viernes Santo… Entre otros muchos reconocimientos, el pueblo de Membrilla quiso hacerlo Hijo Predilecto en el año 2004. Pero ni siquiera un título de este calado puede superar el valor del tremendo cariño que le profesan miles de feligreses y compañeros, repartidos por todos los escenarios en los que desarrolló su principal labor pastoral, incluso más allá de los límites provinciales.
El centenario le ha sorprendido en medio de una época extraña. En lo social, preocupado por la desintegración de los valores familiares y la indiferencia de muchos jóvenes. Incluso por la intransigencia de los que quieren imponer sus ideas o de los que “creen que van a inventar, a estas alturas, un mundo nuevo”: “En mis 73 años de sacerdocio nunca he impuesto: he expuesto. No me ha gustado ni imponer ni que me impongan. Es más importante dialogar que discutir.”
En lo sanitario, intranquilo tras un año de estricto confinamiento debido a una pandemia mundial que nunca hubiese esperado ver y que está ocasionando muchas pérdidas y dolor. La esperanza, una vacuna de la que el sacerdote sólo ha recibido, de momento, la primera dosis.
Don Pedro celebrará el cumpleaños de manera sencilla y familiar, pero con una visita especial: el propio obispo, don Gerardo Melgar, acudirá a felicitarlo a su domicilio en Puertollano.
En su pensamiento también estará Membrilla: “Nunca he escrito sobre mi familia, sobre el agradecimiento que tengo a Membrilla, lo que le debo a Membrilla en mis cien años. Es un pueblo que quiero, que amo. Nunca me he sentido más agradecido que cuando les he servido. Los he querido con mis faltas y mis defectos.”
Ya lo había dicho: Cien años para amar.
Feliz centenario, don Pedro.