Las reformas en la ermita del Espino están dando pábulo a diferentes polémicas. Empezando por la retirada a medias de la figura de Santiago. Siguiendo por cuestiones de elemental estética con respecto a la piedra del nuevo arco, o a las piedras que coronan el cerro. Y también con el cuidado que de ciertos elementos de la ermita se ha tenido durante las obras. Lo que no sabíamos es que también estas reformas iban a servir como inspiración para ciertos desocupados que podemos adscribir a una tendencia de moda en Membrilla que denominaremos, con benevolencia, arte vandálico. Estos artistas de pacotilla se vienen sirviendo durante los últimos meses de ciertos espacios públicos para plasmar sus horribles pintadas, que no sólo son desafortunadas e irrespetuosas, sino, lo que más nos duele, radicalmente antiestéticas.
Resulta que estos seres que imaginamos nocturnos, por lo menos furtivos, atrevidos y dueños de cuanto nos pertenece a todos, han aprovechado algunos ratos de su sacrificado tiempo para dedicarse a soltar la brocha de su inspiración en el cerro del Espino. Emulando a artistas plásticos contemporáneos, han utilizado libremente las pinturas blancas impermeables que descansaban, libres y accesibles, al aire, en el punto más alto de la población. No sabemos si se valen de brochas o pinceles, si derraman los cubos sobre las distintas superficies de acuerdo a una inspiración surrealista o si sus trazos responden a imágenes oníricas que sus cabezas medio vacuas no pueden ya guardar. El caso es que lo han hecho. Han subido al cerro y han pintado, seguramente con intenciones artísticas pero con resultado discutible, todo cuanto han querido: muros, paredes, bancos, farolas.
Pensarán ellos, suponemos, en sus artísticos arrebatos, que también la obra de pintores abstractos contemporáneos es discutible. De hecho, todavía necesitamos muchos años de formación, mucha imaginación y puede que algo de alcohol para entender qué demonios quieren expresar algunas obras de Joan Miró, Miquel Barceló o Antoni Tàpies. Eso habrán pensado mientras esparcían según su indómita inspiración les dictaba los cubos de pintura blanca en la cima del cerro. Aún no estamos preparados para desentrañar el significado de su obra. Ni siquiera ellos mismos están preparados. Pensamos que aún no saben que son artistas. No saben que son los representantes del arte vandálico membrillato. Son primos hermanos de aquellos que en días pasados se han dedicado a pintarrajear el puente del Rezuelo. Los que siguen la senda de aquellos que ensuciaron las paredes de detrás de las casas de los maestros. Los que aprovechan cualquier fiesta o cualquier noche fría para deslizarse con sigilo por las calles de Membrilla para guarrear cualquier fachada blanca o de ladrillo. Esos que necesitan expresarse, necesitan que los miren, que la gente piense en ellos, pero son tan modestos que no se atreven a dar la cara.
Por lo pronto, los vándalos del cerro se han atrevido apenas a firmar su obra, no sabemos si con seudónimo o con nombre propio o incluso con el nombre camuflado de algún enemigo al que han pretendido implicar. El caso es que puede leerse en un banco la leve firma de "Pedro" y "Kiño". ¿Serán ellos? Lo importante es que han plasmado sus sentimientos más íntimos en estas pinturas en apariencia desordenadas, pero que seguro encierran un significado oculto. Tendremos que pensar esto si no queremos caer en una certeza aún más triste, desalentadora y de difícil solución: la de que estamos rodeados, que estamos conviviendo, con una generación de muchachos que quieren expresarse y sólo lo saben hacer ensuciando y mancillando nuestros espacios públicos.