Saber de dónde uno viene es esencial para acertar con el lugar adonde se va. Por muy lejos que uno ande, aparecen cada día signos que le recuerdan desde dónde llegó y quiénes lo moldearon. Como esos judíos ortodoxos que llevan un librito pegado en la frente, una miniatura del Talmud, porque Dios dice en algún lugar de ese libro que el hombre debe llevarlo siempre en la mente. Así, en una miniatura que cabe en cualquier maleta, uno arrastra la memoria colectiva de muchas generaciones, los anhelos y los pesares de quienes le ayudaron a crearse una idea del mundo.
También se arrastran las responsabilidades. La de arrepentirse de los malos actos que uno sembró por el camino, la de enmendarse y restaurar lo dañado, pero también la de ayudar a construir en la medida de sus posibilidades. Siempre he creído en la fuerza social de los poemas de Blas de Otero; hay uno de Redoble de conciencia que habla de la fragilidad de la convivencia pacífica en Europa, y que es ya poderoso desde el título: ‘Que cada uno aporte lo que sepa’.
Esa frase debería justificar la actuación de cada cual, en tanto que vivimos en sociedad. Siempre he procurado tenerla presente, aun con muchos yerros, a buen seguro. Y más desempeñándome en una profesión a la vez tan agradecida y tan vacía, tan ambiciosa y tan arrastrada, tan valiente y tan acomodaticia. Un profesor no es más que alguien que ha recibido instrucción con el fin de motivar la futura instrucción de los que vienen detrás. Un guía que se vale de ciertos conocimientos para enseñar lo realmente importante: el método, la actitud, el ejemplo. Como dice un buen amigo y profesor de Educación Física, tomando la terminología anglosajona: Más que enseñar, un profesor debe inspirar.
Y desde hace mucho tengo claro que quien aprecia esta profesión nunca debe quitársela de encima, como un mecánico no deja de sentir los engranajes de un motor después de quitarse el mono, o un médico no puede dejar de percibir los síntomas de dolencias de la gente aun cuando ha dejado la bata en la consulta. Tengo claro que, si queremos una sociedad educada y justa, los educadores todos deben aportar lo que saben sin un momento de tregua.
Esta convicción lo lleva a uno a inmiscuirse en asuntos que el buen juicio le aconsejaría evitar, a chocarse con reacciones desagradables y brutas, pero en el balance uno se siente tranquilo, tan tranquilo como pueda estarlo un albañil que observa la pared a medio hacer: sabe que la parte levantada puede llegar a ser una pared que sustente una casa, y en eso se esfuerza, pero no es imposible que la pared se caiga y quede en escombros.
Y es el caso que, como aún no he llegado a un punto de descreimiento de la frase del gran Blas de Otero, me veo en la obligación de decir algunas cosas. Algunas cosas referidas al lugar de donde casi siempre parto y adonde casi siempre llego. Aquello que, tras pasar por la criba estrecha de tantos y variados asuntos, me sigue importando a pesar de todo. El trozo de patio que uno puede barrer.
Cuando hablamos de nuestro país y de nuestra sociedad, hablamos de miles de buenas personas que se levantan cada día para hacerlos posibles: como seres sociales, alimentamos los lazos con nuestra sociedad más cercana para hacernos unos a otros la vida más fácil, más plena, más vida. Y un país se hace de pequeñas comunidades que se apoyan, que crecen desde abajo, que hacen su parte para que la sociedad con mayúsculas sea más habitable.
El lugar que viaja conmigo en la mochila es un enclave más real que literario del centro sur de España. Es un campo pardo con casas de cal, es un viñedo que no acaba, es una red de pueblos modestos que dan nombre a la más importante de nuestras obras de ficción: La Mancha. Y conocer la historia de mi tierra, como la de tantas regiones desangeladas de España, es anhelar siempre lo que no va a llegar. El hombre del casino provinciano de los versos de Machado se sigue sentando muchas tardes junto a la ventana a otear el horizonte, taciturno y mustio, incapaz. Porque cien años después sigue habiendo una Mancha profunda y triste, donde el aire se para y siempre está la plaza a medio barrer.
Me entristece mucho pensar en las posibilidades que han perdido comarcas enteras de España, cientos de pueblos como el mío, donde el dinero ha corrido como el agua de un torrente para luego dejar el surco medio seco. Con todo lo que se podía haber hecho. Con todo lo que teníamos para haberlo hecho.
Pero nunca es tarde, si cada uno se preocupa por levantar su parte del cercado. Mi pueblo, Membrilla, es un pueblo pequeño, casi insignificante. De hecho, es mucho más pequeño e insignificante de lo que le correspondería por el volumen de su población y la calidad de su gente. Es un pueblo que, casi literalmente, no está en los mapas. Y no está por muchas razones, algunas de las cuales ya he expresado, pero sobre todo no está porque no nos creemos que pueda estar.
A mí me gustaría referirme a mi pueblo como un lugar agradable y civilizado, un lugar tranquilo y cuidado, un espacio cómodo para vivir y trabajar. Sin embargo, no todo eso es verdad, o no todo eso es verdad todo el tiempo. El fermento maloliente del atraso sigue latiendo, como en tantos rincones de España, por debajo de la superficie reluciente. Vagas responsabilidades de los gobernantes, malos hábitos que sólo se curan con la educación y la alerta continua, pasividad e indiferencia ante las leyes que nos igualan y ordenan. Todo esto se cambia desde abajo, y no de un día para otro, porque el músculo de la democracia necesita ejercitarse de continuo.
Por eso es tan importante que un vecino de cualquier rincón de nuestro país exija la factura ante un gasto injustificado, que otro se agache a recoger un papel del suelo, que otro levante la voz ante una contratación irregular, que otro reivindique una señal en la plaza, que otro ofrezca el brazo al que no puede cruzar la calle, que otro apague el cigarro cuando va a entrar donde hay gente. Por eso es tan importante que hable quien sepa, quien pueda, quien haya entendido que el miedo al futuro está del lado de los malos, y todo o casi todo lo podemos cambiar para bien: siempre estamos a tiempo.
Blas Villalta Bellón