El tiempo pasa lentamente, aunque a veces pensamos que realmente no pasa tan lento sino que va más de prisa que lo que creemos o deseamos, y así vamos acumulando recuerdos y recuerdos, que en otro tiempo fueron importantes, tanto por lo que se hacía como por la importancia que tenía y por lo que significaba en su momento.
En nuestra tierra, la Mancha, tan llana y tan sencilla como sus gentes, la actividad era muy diferente y ha cambiado mucho, como hemos cambiado también nosotros en nuestra forma de ser y nuestra forma de vivir.
Recuerdo como transcurría el mes de Junio, cuando el sol empezaba a calentar de verdad; se veían a lo lejos las cuadrillas de segadores, hombres y mujeres que con la espalda doblada bajo un sol de justicia y protegidos por el ala de un sombrero de paja y sin dar un momento de descanso a un rato de charla o a darle unas chupadas al cigarro liado, cortaban con la hoz en una mano y en la otra la “zoqueta” o los “dediles”, todos los campos de trigo y cebada que había que segar, que no eran pocos.
Llegado mediodía, se hacía un “alto en el camino” para sacar el “hato” y comer; el “hato” estaba formado por todos aquellos productos y embutidos que se guardaban de la matanza del cerdo, morcillas, chorizos, tajadas de tocino y otros, que cuando se hacía la matanza, se guardaban y se conservaban en botes con aceite puro de oliva, en previsión para poder dar de comer luego a los segadores; un pan redondo de los de cruz, a los que se les cortaba un buen “cantero” con la navaja y algún postre, pepino o tomate; entonces no se tenía en cuenta ni los triglicéridos, ni el colesterol, ni se cuidaba tanto el cuerpo como ahora.
Luego al llegar la noche, se llegaba a casa bastante cansado, después de todo el día segando y se cenaba una comida de puchero, judías, mojete, ajo arriero, etc. y posteriormente se tomaba un rato “el fresco” en la puerta de la calle haciendo “corro” con los vecinos, donde se daba un repaso a todo lo ocurrido a lo largo del día; con el fin de apagar la sed y matar un poco el calor, se bebía agua a chorro lleno del pitorro de un botijo, que durante el día había estado guardado en la cueva, para que tuviera el agua fresquita .
Mientras tanto los críos, jugábamos al “pillado” o al “escondite”, hasta caer rendidos y marcharnos a la cama a intentar dormir, pues algunas noches eran tan calurosas que era prácticamente imposible poder conciliar el sueño.
Hoy día todo esto ha sido sustituido por la televisión, el Internet y otras tantas tecnologías de las que disponemos, así como por las salidas nocturnas en busca de un “Pub” o algún bar donde alternar con los amigos y amigas.
La verdad es que entonces había una mayor relación, tanto familiar como vecinal, que la existente hoy, donde cada uno parece que vamos a “nuestra bola”.
Terminada la siega, los haces de “mies” eran “acarreados” a la era en carros o galeras, para su trilla.
Una vez en éstas, se extendían las “parvas” para ser trilladas, donde el “trillaor”, normalmente un chico, escondido bajo el ala de un sombrero de paja y vestido con un mono, generalmente azul y con peto, subido en ese tablón de de madera con piedras de pedernal incrustadas, conocido como trilla o trillo, según los sitios, iba dirigiendo las mulas o burros, para que de una forma incansable dieran vueltas y más vueltas alrededor, hasta que el grano se desprendía de la paja y estaba listo para amontonarlo y “ablentarlo” con las horcas y palas, al día siguiente o cuando hiciera aire.
Una vez efectuada esta operación, el dueño solía quedarse a dormir en la era para vigilar que nadie se llevara el grano. La soledad de la noche, el canto de los grillos y las cigarras, el ladrido de algún perro vagabundo y el color azulado de los cielos repletos de estrellas, eran los acompañantes del sueño del agotado labrador.
Luego venía el acarreo, primero del grano, envasado en grandes costales que se almacenaba en las cámaras que servían como graneros, para después una parte usarla para alimento de las mulas y otra parte para su venta. Igualmente se acarreaba la paja, siempre de noche, para evitar con el calor los picores que producía el polvo que se pegaba al cuerpo como una lapa. Esta se traía a las casa del pueblo y se almacenaba en los “pajares” para poder disponer a lo largo del año como alimento de las mulas y como soporte a las lumbres de sarmientos que se echaban en las cocinas.
Rememorando todo esto, me paro a pensar que muchas de las palabras usadas en este artículo, son palabras ya en desuso, hoz, zoqueta, hato, trilla, ablentar, palabras que enriquecían un vocabulario tan típico, rural y manchego del que aunque ya no se use no por eso se debe descartar, pues demuestran la riqueza de un tiempo y de los habitantes de un pueblo.
¿Qué recuerdos aquellos? Hoy la modernización y la mecanización han venido a eclipsar aquellos tiempos, pero que a algunos no se nos olvidan.
Quiero con este artículo rendir mi pequeño homenaje a todos aquellos personajes que forman parte de nuestra historia rural.
Pascual Muñoz Ramos