De esa manera, jocosa y lapidaria, respondía el célebre actor y artista polifacético “Luisillo”, cuando lo interpelaron y cuestionaron en público en relación con sus dibujos. Venía a decir que si cualquiera puede pintar y ser considerado pintor ¿por qué no iba a serlo él?
Luisillo, actor genial, inolvidable en su papel de Moniquito en La rosa del azafrán, formó parte de ese núcleo de actores de la posguerra que marcaron la tradicional vinculación de Manzanares con el teatro. Y, aunque sin destacar, no fue mal pintor.
Luisillo, cuando respondió así –corría la década de los sesenta-, ya intuía el presente y el futuro del arte. Su afirmación era a la vez una certeza y una premonición.
Su siglo, el siglo XX, fue realmente dramático –o patético, según se mire- en cuanto a los artistas se refiere. Cuestión de mala suerte. No es igual tener alma de artista en un siglo que en otro. El artista del XX y, por supuesto, el del XXI, como creadores, como iniciadores de una nueva faceta expresiva, lo tuvieron y lo tienen francamente mal.
En cuestión de arte –digámoslo así para no ser categóricos- si no todo, casi todo está hecho o, al menos, hace tiempo que se inició. Los que sienten la llamada de cualquier manifestación artística muy pronto se enfrentan con esta terrible realidad. Realidad que los lleva, inevitablemente, hacia una penosa disyuntiva: o dar continuidad e intentar superar una línea expresiva ya iniciada, o lanzarse por la senda incierta de lo novedoso y la supuesta creación.
Elegir la continuidad requiere integridad y un tremendo valor. La elección resulta especialmente meritoria y gratificante cuando se consiguen mejorar los logros precedentes dándoles una impronta personal. Asumir así la condición de artista implica aceptar un alto nivel de riesgo, porque la amenaza de la comparación está al acecho permanente. Por otra parte, el compromiso del artista con la evolución de la faceta del arte que profesa resulta evidente, por lo que merece todos los respetos.
Si se opta por la alternativa de la creación, el camino está jalonado de frustraciones. Sólo la incorporación de nuevas técnicas y materiales ofrece pequeños espacios innovadores; optar por otra vías es chocar contra un muro: todo está ya recorrido. Esa frustración, como cualquier otra, produce agresividad y con ella en el cuerpo es muy fácil caer en lo contracultural y atacar el “establishment” por la base.
El siglo XX en materia de arte fue, salvo raras excepciones, un compendio de frustraciones. La mayor parte de las manifestaciones consideradas como innovaciones sólo fueron, reconozcámoslo, exabruptos enrabietados, gritos de desesperación del artista que, anhelando crear e innovar, redobla sus esfuerzos en pos de la originalidad, pero encuentra todas las puertas cerradas.
¿Cómo entender el rock and roll, la pintura abstracta, la poesía moderna, el teatro del absurdo, la música tecno y el largo etcétera de manifestaciones semejantes? No son otra cosa que producciones de artistas furiosos, con ansia de creación, que deciden romper la baraja y, haciendo un corte mangas, se echan al monte en pos de un atisbo de novedad, al precio que sea.
Este estado de cosas ha provocado dos fenómenos sociales de especial relevancia:
El primero es el todo vale, y la consiguiente proliferación de seudoartistas.
En efecto, después de la consagración de Kandinsky –tomando como ejemplo la pintura- la Marianica, y todo el que quiso, pudo ya pintar, sin más empacho ni complejos. La mancha y el borrón se adueñaron de lienzos y murales, y nadie tuvo ni tiene potestad, ni autoridad, para invalidar las ocurrencias de cualquiera. Legiones de supuestos artistas, elevados a esa categoría por ellos mismos, se esconden en el engaño, se dan cuerda mutuamente desde la mediocridad compartida, se alientan con un lenguaje hermético, ambiguo e insustancial. Sobreviven.
En escultura –por citar otro género-, cualquier cosa, las formas más absurdas y los materiales más insospechados pueden descansar encima de un pedestal o decorar una plaza; incluso pedazos informes de mierda –con perdón-; que también con ella se ha trabajado y ha sido objeto de exposición en galerías de renombre internacional.
Igual suerte ha corrido la poesía, pues desde que el oficio de poeta lo que requiere y precisa es generar “extrañamientos del lenguaje”, cualquiera puede dedicarse a ensartar palabras poco o nada familiares entre sí y decir que hace poesía, o que es poeta, aunque no haya cuadrado un soneto en su vida. Conviene advertir y precisar que para ejercer hoy día el ancestral oficio de poeta únicamente es preciso respetar una condición: que las palabras elegidas sean raras las unas con las otras, que se extrañen, que rechinen (por ejemplo, no cabe decir de la nieve que es blanca, sino que es de acero incomprendido).
Por lo que se refiere al género musical, el rock ha abierto de pleno la espita de los ruidos y, aprovechando los recursos electrónicos, una locura de decibelios impera por doquier; desde los locales más “in”, hasta el coche del macarra que disfruta agrediendo a los viandantes con las excelencias que salen de sus bafles.
El segundo de los fenómenos es el del papanatismo.
El papanatas es el snob, el que quiere ir con su tiempo, si cabe, un pasito por delante, y para ello acepta sin remilgos el juicio de supuestos iniciados: los entendidos. Representa por igual a la falta de criterio y a la ignorancia; pero a él eso le importa bien poco. El papanatas abunda, se encuentra fácilmente entre esas masas que asumen y aceptan fácilmente lo que cualquier desaprensivo o vivo les presente. El cuento de “El traje del Emperador”, que ya incluía el Infante Juan Manuel en “El Conde Lucanor”, y que hizo mundialmente famoso Hans Christian Andersen para ridiculizar la estupidez de las gentes, refleja perfectamente el papanatismo: ¡Qué bonito es el traje del emperador, qué corte tiene, qué tejido!- exclamaban todos-. Y sólo un niño se atrevió a gritar la verdad:
¡Pero si va desnudo!
La apreciación del nuevo arte (modernismos y postmodernismos) ha proliferado porque papanatas hay muchos y siempre los habrá. Dejarse llevar por las modas, sin manifestar criterios propios es una condición muy humana. Tan extendido y ridículo ha llegado a ser el asunto que incluso los anuncios de la TV hacen mención y burla de ello. Pero no por eso desmayan los snobs. Y no faltarán, en exposiciones de lienzos emborronados, doctores que pretendan descubrir el maravilloso mundo subjetivo del autor; y si no lo encuentran, echarán mano de las tonalidades o las texturas: ¡Oh, el mundo de las texturas! ¡Qué riqueza! ¡Qué matices! ¡Qué bien viste el Emperador!
Del mismo modo, y por citar otro ejemplo, adocenados arquitectos, aprovechando el tirón modernista y la confusión, venden birriosos proyectos, bodrios teñidos de vanguardismo. Y lo hacen tanto a instituciones públicas como a nuevos ricos; que la simpleza anida por igual en ambos colectivos.
Bernardo Fdez-Pacheco Villegas |
Y tampoco faltará lugar para los que aplauden el críptico poema que acaban de escuchar. Poema del que no han entendido absolutamente nada; entre otras cosas, porque nada tenía ni quería decir su autor. Aplauden, aunque la gran mayoría desconozca incluso que se trata sólo de un juego fonético de significantes sin significado que, además, están reñidos entre sí.
Malos, muy malos tiempos corren para las líricas. Asumido y aceptado. Seamos pues comprensivos. Pero, por favor, que nadie acalle al niño diciéndole que no entiende cuando denuncia la desnudez.