... y a las cuatro, y las cinco; en realidad puede ser a cualquier hora y lugar, en cualquier situación de encuentro o supuesta situación de comunicación.
Dicen que entre las normas de buena educación en las que eran imbuidos los niños ingleses de otras épocas, había tres en las que se implicaban con esmero padres y profesores: que los infantes usaran siempre el “gracias” y el “por favor”, que acompañaran de “señor” o “señora” sus afirmaciones y negaciones dirigidas a los adultos, para que los síes o noes no quedasen sosos ni desafiantes y, en tercer lugar, que las nuevas generaciones supieran intervenir con su verbo sobre temas neutros, propicios para charlas breves, fáciles y no comprometidas (célebres son las habilidades de los naturales de la pérfida Albión conversando de cosas insustanciales pero que invitan a la participación, por ejemplo, del tiempo) y, muy en especial, que no relatasen nada, ni iniciasen conversación alguna, utilizando la primera persona, si no se lo demandaban expresamente.
Las dos primeras normas probablemente resbalarían mucho hoy día, en el seno social de esta indolente y permisiva cultura postmoderna de la “play” y el botellón. La tercera, sin embargo, supondría no un resbalón, sino un auténtico choque, bombazo, torpedo a línea de flotación, en los hábitos comunicativos de ciertos grupos culturales, entre los que destaca el de los españoles, que mayoritariamente hacen del uso reiterado del yo, me, mi la base en la que sustentar su elemental sistema de comunicación verbal.
Porque lo cierto es que en este país te atracan. Te atracan a las tres y a cualquier hora; te atracan tanto si vas en guardia como si no. El personal va provisto de los más peregrinos e inagotables temas y relatos, en los que su yo es el centro y protagonista. Y, al menor descuido, ¡zas! sacan su yo a pastar, sin más empacho, sin la menor consideración hacia el auditorio que, por lo general, recibe estoicamente la descarga, la traicionera acometida, el sablazo.
Te atracan porque abusan de tu cortesía, porque contra tu voluntad te roban la energía necesaria para prestar atención... |
Si vas por la calle con el brazo escayolado y un conocido te pregunta qué ha sucedido, dispones de no más de 10 segundos para explicarlo, porque inmediatamente el preguntador contará su propia experiencia, o la de un pariente cercano, que tanto monta. Si alguien vuelve de un viaje y se le recibe con el consabido ¿qué tal?, los segundos permitidos para responder son menos aún, y la pregunta, tras breve lapso de cortesía, va seguida de un tropel inacabable de relatos sacados del interesantísimo historial viajero del que no acaba de llegar. En las consultas que requieren espera, a poco que aquello del turno se demore, puedes terminar sabiendo toda la vida y milagros de alguno de los que, aguardando su vez, no pueden guardar su yo en sí mismos por más tiempo, y atracan a los presentes con su yo, me, mi, sin pudor, sin comedimientos. Los tenderos y vendedores no dudan en ponerse como ejemplos y modelos, o en referir experiencias de sus familiares y amigos, para ayudar al cliente a tomar una decisión. También lo hacen de manera desalmada, por lo que supone de abuso de la situación, los profesores con sus alumnos, y los médicos con sus pacientes. Los amigos en las tertulias compiten con lo mejorcito de sus habilidades sociales, para tomar la palabra y recrear su yo, me, mi sobre los escuchantes. Muchos de los cuales, lejos de atender razones o relatos, sólo están prestos al contraataque, que se producirá con certeza aprovechando el menor descuido, la menor rendija, en la elocución del que tenga la palabra.
El atraco es constante. El estilo personalista se ha generalizado en nuestra cultura, ha arraigado hasta tal extremo, que ni extraña ni llama la atención. Una gran mayoría de la población no sabe mantener un tema de conversación sin rebuscar en el propio yo, en las propias experiencias, el elemento básico de contraste, criterio y opinión: todo gira sobre mí, aquí estamos mi mundo y yo, parecen decir y ostentar, aunque objetivamente se evidencie lo raquítico y pobre del uno y del otro.
Personalizar, actuar con egocentrismo, es, sin duda, un mal hábito. Una falta de consideración y de respeto hacia el otro que, si no muestra un abierto interés por las interioridades de su interlocutor, no debería ser vapuleado, atracado, sableado de esa manera. El arte de conversar, en buena medida, es el arte de saber reprimir el afán, primitivo e infantil, de plantar nuestro yo ante las caras de los que nos escuchan.
La tendencia al uso del yo, me, mi tiene sus fundamentos psicológicos, resulta explicable y compresible. Está relacionada con los efectos del lenguaje hablado sobre el propio hablante. Tiene que ver con aquello del autoconcepto y la autoafirmación, también con la asertividad, Por eso, dejar que el otro hable es un recurso terapéutico que muchos psicólogos utilizan, promoviendo así, de manera intencionada, la recreación del yo, me, mi del paciente. Y como es lógico, cobran por ello.
Los confesionarios también han sido y son parcelas para el recreo permitido del yo, me, mi. |
Los confesionarios también han sido y son parcelas para el recreo permitido del yo, me, mi. Y, por ello, potro de tortura del escuchante. En nuestros días, las horas de escucha han venido a menos por distintas razones. Pero en cualquier caso, los profesionales del ramo pronto encuentran estrategias de freno, contención y despeje. Ya que si no pusieran límite y coto, algunos potenciales clientes no faltarían a la cita semanal e incluso diaria.
No estaría mal que la sociedad española fuese conocedora de este mal. No estaría mal que padres y, sobre todo, educadores a sueldo movieran ficha para mejorar los hábitos comunicativos de sus alumnos, empezando por mejorar los propios. Todos ganaríamos. Ganarían los sufrido oidores, que son tropa, y que sin saber decir basta soportan y sufren el yo, me, mi, de los más avezados y contumaces. Ganarían las tertulias (raras avis) y lugares donde se práctica el noble arte de conversar. Y ganaría la propia cultura, ya que sería consciente, al menos, del corsé que la oprime en la base, del lastre que la retiene en el escalón más elemental: el plano conversacional de sus miembros. Porque ser consciente del punto de partida, ya es iniciar una posibilidad real de cambio.