De todos es sabido que cuando Oscar Wilde tituló esta obra quiso hacer un gracioso juego con dos palabras que se pronuncian igual en inglés, aunque se escriban diferente: Ernest (Ernesto) y earnest (serio, formal). No era tanto la importancia de llamarse de determinada manera, sino en el fondo defender la importancia de ser formales en la vida.
Y cuando, el pasado fin de semana, el Grupo Cultural El Galán de la Membrilla estrenó en la Casa de Cultura “La Importancia de llamarse Ernesto” hizo efectivamente eso: poner en valor la importancia de ser serios. No sólo en referencia a la trama de enredos ideada por los protagonistas, sino también en el trabajo que uno hace sobre las tablas.
Respecto a lo segundo, los del Galán de la Membrilla son, en efecto, un grupo de teatro serio, capaz de lanzarse de cabeza a una producción muy cuidada de una de las obras de teatro más significativas de la escena. Ellos mismos se han encargado de la adaptación de la obra y de la dirección grupal; de la escenografía y el vestuario, muy conseguidos desde los recursos disponibles, capaces de trasladar al público hasta una época muy cercana a la sociedad inglesa que retrató Wilde. Destacaron las interpretaciones del grupo de actores, todos aficionados pero perfectamente integrados en unos usos victorianos tan alejados de nuestras referencias manchegas. Sobresaliente el doble tándem protagonista formado por los poco serios “Ernestos” (Moncrieff y Gresford), Francisco J. Alumbreros y José Serrano, y sus enamoradizas víctimas, Irene Muñoz y Juani Díaz, aquí Susana y Cecilia. Junto a ellos, Dolores Arias, destacando en la construcción del personaje de Lady Bracknell, y dos impecables moradores del medio rural de la historia: Ana Donate y Pedro Andújar en los papeles de la institutriz y el reverendo. El servicio doméstico, más femenino de lo que Wilde plasmó en sus páginas, a cargo de Victoria Lozano y Beatriz Díaz. En el importante y clandestino papel de apuntador, que tanta seguridad da a los protagonistas, Pepe Chacón.
Respecto a lo primero, a la importancia de ser serios, los actores dejaron muy clara la moraleja del enrevesado cuento: al final, las cosas sólo se arreglan cuando los dos protagonistas masculinos actúan de manera honesta y confiesan la verdad. Pero muy al final. Antes, sobre las tablas se vivieron momentos de absurdo, de situaciones equívocas, de extremos romanticismos melancólicos, paradojas cómicas llenas de ironía que, sin llevar a la carcajada grotesca, arrastraron al público a dos horas de sonrisa continua. Todo sobre la base de una divertida sátira de la doble moral de una sociedad aburguesada y egoísta. Y, en todo momento, hilado con un lenguaje ingenioso, corrosivo y agudo, lleno de dobles sentidos en cada frase.
Muchos meses de trabajo para estos actores, recompensados con dos jornadas de teatro en las que el aforo estuvo completo y por un público que sólo pudo pagar con aplausos y sonrisas la satisfacción de estar contemplando una obra bien hecha, divertida y honesta.