Lo que nos aterra de la violencia de género es la sangre, los cientos de charcos de sangre en los que aparecen tiradas otras tantas mujeres a lo largo del año, víctimas de sus parejas sentimentales. Y es que la sangre, como bien dicen, “es muy escandalosa” y siempre genera titulares en los medios, retroalimentando el ciclo de la violencia, en un casi titánico esfuerzo por acabar con una lacra social que parece no tener fin.
Hace un tiempo se pensaba que las nuevas generaciones acabarían con un problema que parecía más propio de la España profunda, profundamente machista, de hace unas décadas. Sin embargo, las cifras imponen una nueva percepción del problema poniendo sobre la mesa los miles de actos violentos cometidos por jóvenes e incluso por los mal llamados “hombres de bien”, respetables ciudadanos que ejercen profesiones liberales y triunfan socialmente con el aplauso ignorante, a veces condescendiente, de la sociedad.
Sin embargo, lo que más debería aterrarnos de la violencia contra las mujeres es el silencio. El silencio impuesto, el silencio consentido, el silencio consentidor y los miles y miles de silencios que son el verdadero caldo de cultivo de la violencia de género en el ámbito de las relaciones de pareja, más desenfocadas que nunca, vistas desde el prisma opaco de un amor mal entendido. Porque el charco de sangre no surge de la nada, como una aparición demoníaca o un ectoplasma de un ente astral. El charco de sangre tiene un origen claro: el primer silencio ante una agresión física o psicológica sufrida en el seno de la pareja.
La primera ruptura del respeto debido a la mujer, a la persona, supone el punto de no retorno en el largo y silencioso camino de la violencia doméstica; un camino que casi siempre se inicia en la etapa de noviazgo y que vuelve a ignorarse, conscientemente o no, amparándose en otra desenfocada pasión juvenil que todo lo perdona. Los primeros gritos, las primeras imposiciones y manipulaciones, los primeros controles de las amistades, del móvil, de la ropa, de las salidas, los primeros insultos... son las primeras gotas de sangre. Y siempre las mismas manidas respuestas: Es que vosotros no le conocéis, es que él es así, es su carácter, no es malo... Y más silencio.
Y después, convivencias o matrimonios con los siguientes gritos, las siguientes imposiciones, los siguientes controles, los siguientes insultos, los golpes, la anulación de la persona, las denuncias retiradas... Y más silencio, porque no digan, porque no sufran, porque él no es malo, cambiará. Es que él es así. Desenfocadamente así.
Impresionaba hace unos días el testimonio de la hermana de una víctima mortal de violencia de género. Narraba cómo su sobrina pequeña, testigo del asesinato, se quedó sentada junto al cadáver y apartaba al perrito “para que no se bebiera la sangre de su mamá”.
Para que nadie tenga que relatar más historias de charcos de sangre, los que brotaron después de muchos años de callado maltrato tras aquella primera falta de respeto, no más silencios, no más realidades desenfocadas.
Corto Desenfocada: Miguel Angel Furnier.