Estamos acostumbrados a oír la expresión “la Milla de Oro” para referirse a calles o zonas de determinadas ciudades que aparecen dotadas de un cierto elitismo inmobiliario y social. No he vivido en ninguna de ellas ni creo que el callejero de Membrilla las incluya entre sus atractivos, pero sí puedo afirmar haber crecido en la mejor calle del mundo. Es más, en el mejor tramo de calle del mundo: apenas cien metros delimitados por Príncipes y, entonces, Reyes Católicos (Alfonso X), en lo que conocí primero como Calle del General Espartero y después de los Cumplidores, en honor a una de las figuras más emblemáticas de las fiestas patronales de los Desposorios (hasta que alguien cayó en la cuenta de que Pablo Picasso también era una figura relevante para incluir en el callejero de la localidad).
Vivían en este tramo algunos tipos manchegos de manual: el hermano Vicente, el hermano “Caco”, la hermana Josefa, la hermana Jacinta… Mujeres de traje negro y pañuelo en la cabeza, de imprescindible delantal, también negro; y hombres de blusón manchego, de los que liaban su tabaco con manos ya temblorosas y lo encendían con un mechero de chispa y mecha, tras sacudir incesantemente la ruedecilla con el canto de la mano. Habitaban los grandes patios de la calle, de aquellos en los que no faltaba el pozo, de los de carrucha y soga de esparto, y cubo haciendo las veces de fresquera e higuera. Eran los vecinos de las historias “viejas”, los cuentos de “antaño”, tan antiguos ellos mismos que incluso su cara ya aparece desdibujada en la memoria. Es curioso: se borran los rostros y se recuerda el sonido del mechero.
Vivían en este tramo Cayetana y Javier, testigo vivo del folclore de Membrilla, de esa generación de artistas humildes y autodidactas que, lamentablemente, se olvidará con los años si no lo remediamos; recuperadores y trasmisores de los sonidos más profundos de nuestra tradición local.
Nos guardó siempre en este tramo Teresa, de la que tantas cosas nos ha removido últimamente su nieta Maite. La vecina de la casa de al lado que siempre supo “leernos” la mente y el corazón y ofrecernos, desde la sencillez más tremenda, una mirada certera, y muy sabia, del mundo.
El olor a antiguo “ramo” llegaba en la esquina de la “Encarna del vino”, donde acudíamos con botellas de la Pitusa o pequeñas damajuanas revestidas de esparto o plástico a comprar vinagre, o vino, servido con jarras y embudos desde las grandes garrafas que la Encarna conservaba en las escaleras de la cueva. Y su hija Paula, enseñándonos viejas costumbres a través de fotos rescatadas de zurras y lebrillos.
El olor a tienda de barrio, a salazones en cuba de madera y legumbres al peso, lo ponía el pequeño establecimiento de “Fune” y Josefina, siempre derrochando alegría y cariño.
No faltaron en este tramo de calle las vecinas que salían escoba en mano cuando uno de nuestros balones golpeaba más fuerte de lo normal aquellas portadas de madera vieja. Y lo mejor, nunca faltó, hasta hace no demasiados años, el tradicional corrillo de vecinas en la puerta de Teresa y Pedro tomando el fresco en las noches de verano, donde tanto aprendías. Antonia, Pedro, Tomasa… Esa sonrisa, mientras intentabas dormir, escuchando en la calle las risas inconfundibles de Josefina entre ocurrencias de unos y otros.
Pero hubo un sentimiento especial en este tramo de calle en torno al año 1979 y primeros compases de la década de los 80 que hoy, 14 de mayo, nos viene a la mente con particular insistencia. Josefina se había implicado en un proyecto local novedoso: el culto a santa Gema Galgani a través de la adquisición de una imagen de la santa italiana.
De este modo, Santa Gema Galgani también llegó a este tramo de calle, humilde, casi callada, en espera de la preparación de su emplazamiento definitivo en San Mateo. Todos los vecinos se “hermanaron” de inmediato; incluso las nuevas vecinas que nacían comenzaron a ser bautizadas con su nombre. Y hubo aquellos primeros momentos un acontecimiento de esos que casi se desdibujan en la memoria: Don Alejandro oficiando unas primeras misas en honor de Santa Gema en la casa de Josefina. Algo que, en su sencillez, también era grande, guardando un simbólico paralelismo con aquellas primitivas misas oficiadas en los domicilios de los primeros cristianos, como en la romana casa de Cecilia; sin el peso de lo clandestino, pero con la misma cercanía de lo familiar, de lo vecinal, del culto íntimo y doméstico.
Sí; una gran calle.