Cuando se lleva a la espalda medio siglo de vida, se tiene la suerte de haber conocido a personajes “históricos” que han desaparecido de las calles de Membrilla. Uno de los más populares estaba vinculado a estos días de Carnaval, una fiesta que en Membrilla se vivía especialmente el lunes y el martes, aunque tenía una fuerte vinculación a la jornada irreverente del Jueves de Comadres. El personaje en cuestión es el Tío Aliguí, que desapareció poco tiempo después de la historia de nuestro Carnaval, cuando la celebración populosa en la calle fue sustituida por los desfiles y los bailes con grandes orquestas.
Hace cincuenta años el Carnaval quedaba casi delimitado por la calle Nueva, una vía poblada de máscaras callejeras y viandantes cuya única empresa era recorrerla de arriba abajo, intentando adivinar y ser adivinado, ocultos bajo disfraces caseros, de tocas y antifaces, a veces limitados a una simple careta de cartón, de los que vendían los puestos de chuches: Pacopanza, la Trapera, la Félix, Lele… Caretas de complicado mecanismo, no sólo por la dificultad de conseguir que la gomilla que la sujetaba a la cabeza no se rompiese, repleta ya de sucesivos nudos, o que el frágil cartón no se rajase en la zona de los nuevos agujeros, sino también por el trabajo de ingeniería que conllevaba conseguir que los ojos coincidiesen con los pequeños agujeros redondos que el personaje en cuestión, -indio, payaso, princesa o pirata-, llevaba taladrados.
Entre las cuadrillas de niños y niñas, otro característico “instrumento”: la pelota de plástico, adquirida en los mismos establecimientos, que colgada de una goma que se estiraba al límite servía para la productiva misión de dar pelotazos a diestro y siniestro, bien por concienzudo entretenimiento, bien por simple “maldad” infantil, bien por curioso cortejo.
Y allí, en mitad de la marabunta, aparecía de improviso el Tío Aliguí, vestido con un traje viejo y desgarbado, sujetando en su mano derecha un palo largo del que ataba una cuerda o pita con un higo o chuchería en su final. En su mano izquierda, un palo corto o un sarmiento.
La chiquillería perseguía y rodeaba al personaje dando inicio al divertido ritual: había que atrapar el higo con la boca, sin utilizar las manos. En el momento en el que casi tocaba los labios, el Tío Aliguí tiraba de la cuerda dejando en el aire el mordisco, en una lucha constante en la que se impondría la rapidez y la astucia de una u otra parte.
Si algún pícaro intentaba coger el higo con la mano, ya se encargaba el Tío Aliguí de disuadirle con la vara corta. El juego se acompañaba de una canción que ya forma parte del imaginario popular por toda España:
“Aliguí, Aliguí,
con la mano no,
con la boca sí”.
Algunas décadas después, apenas queda un recuerdo borroso de su paso por nuestra infancia. Es una pena que no tuviésemos móviles para inmortalizar y compartir en redes aquellos carnavales, un selfie con el Tío Aliguí, algún tiktok ensayado bajo la careta… mientras enredábamos por la Plaza entre las lumbres de las cuadrillas que almorzaban, desde muy temprano, un Martes de Carnaval.