(RAE. Llamador: 3. m. Aldaba de las puertas.)
Contexto: Castillo de San Pedro o Ciudadela de Jaca (Huesca). Caminábamos en solitario por uno de sus rincones cuando nos llamó la atención la algarabía y el bullicio propios de los niños. A la plazuela entraban cuatro pequeños y dos chicas jóvenes, que supusimos sus madres. Visitaban como nosotros el recinto, pero de una manera especial: mapa en mano, los peques buscaban pistas y secretos ocultos que tachaban alegres una vez conseguidos, en un recorrido tan divertido que lamentamos no haber solicitado nosotros a la entrada, a pesar de nuestra edad.
El grupo se paró frente a una puerta y allí nos llamó la atención una conversación. Quizá tenían que buscar un elemento en concreto, no sé, pero miraban la puerta y hablaban de su llamador. La “madre” les explicaba que ese llamador estaba situado muy alto para que los caballeros pudiesen llamar a la puerta sin tener que bajarse del caballo. Los niños miraban fijamente la puerta, supongo que como no entendiendo nada, porque la madre repetía eso del llamador. Hasta que alguno tuvo que preguntar qué era un llamador, porque la madre explicó: “Un llamador era con lo que se llamaba antes a las puertas cuando no había timbres.” Y le invitó a tocarlo. Pero el chico seguía sin saber exactamente qué cosa de las que tenía la puerta tenía que tocar. Así que la madre se armó de paciencia y se dispuso a explicar el funcionamiento, algo cohibida; se le notó que no quería llamar a una puerta “privada” de la que no sabía qué iba a salir, como poco algún vigilante del recinto regañando.
Y comenzó la demostración práctica: la chica se acercó a la puerta, levantó el llamador y lo dejó caer, produciendo el consiguiente golpe de llamada, que retumbó en la calleja.
El episodio nos arrancó una sonrisa, pero también un pensamiento inmediato y curioso: hay generaciones de niños que no saben lo que es un llamador. Es la “generación del telefonillo”.
Pero lo más importante de la historia: el golpe del llamador sobre el metal nos trasladó en el tiempo, rescatando sonidos que creíamos perdidos: el del llamador de casa de los abuelos, el del llamador de la propia casa, el de la casa de nuestros amigos… No habíamos vuelto a pensar en ellos y volvieron de repente a nuestra mente, vivos, frescos, resonando como hace decenas de años ya.
Somos la “generación del llamador”. Los que llegaban a las puertas y levantaban la aldaba, muchas veces demasiado alta para la edad y alcanzada apenas, de puntillas, con las puntas de los dedos. Los que pasaban las tardes recorriendo las casas de los amigos. Los que pasaban la vida en los patios de los abuelos, llamando a su puerta. Los que tenían un llamador en casa. Incluso los que “jugaban” a llamar a puertas ajenas y salir corriendo antes de que abriesen, escondiéndonos tras esquinas y cortinas.
Esas manos metálicas agarrando una bola, herederas de la Mano de Fátima medieval, islámica y judía, que protegía el hogar del mal de ojo y de todos los males; prohibida por Carlos I y reinventada, cerrándose progresivamente sobre una pequeña bola-llamador, para seguir "subsistiendo", escondida, transmitiéndose siglo tras siglo hasta llegar a los hogares de Membrilla en el siglo XX, igual de protectora, aunque no fuésemos conscientes de su simbología ancestral…
Ningún sonido era igual. Cada “casa” sonaba distinta. Todas las llamadas tenían su propia personalidad matizada por el metal y por el propio espíritu, intención, premura y fuerza del visitante.
¿Cuántos sonidos somos capaces de recordar de aquellos llamadores que tantas veces tuvimos entre las manos?
Y con estas reflexiones continuamos la visita, alejándonos de los pequeños pero conscientes, visto lo visto, de que preferiríamos continuar junto a ellos, descubriendo rincones, ciervos y Mary Poppins ocultos por la Ciudadela.