El pasado domingo me permitieron entrar a los lugares prohibidos. En realidad debo decir “salir” a los lugares prohibidos. Porque lo prohibido está al aire libre. Qué paradoja, el aire “libre”, “prohibido”.
Nos lo repiten los medios de comunicación, lo repetimos nosotros incansablemente aquello que echamos de menos en estos tiempos de alarma, tiempos de #yomequedoencasa. Mayores, familiares, amigos, compañeros de trabajo. Encuentros, celebraciones, saludos, besos y abrazos. Calor humano, en definitiva.
En un día, tradicionalmente bullicioso como el domingo de ramos, me proponía pulsar el sentir de las calles, las plazas, los jardines, caminos y senderos por los quiñones del pueblo y he hablado con ellos. Me cuentan que no comprenden lo que pasa.
La culpa es del silencio. Malo era el jaleo -me cuentan las fachadas-, pero ahora ni un alma se oye. Que si nos ha pasado algo, preguntan las aceras.
Se lamenta la torre del reloj que el tiempo se ha parado contraviniendo lo que marcan sus esferas, que siente que el tañer de su campana a las horas y los cuartos se han convertido en lágrimas sonoras por su indescriptible sensación de soledad. Llamadas que no tienen respuesta, me dice nuestra torre, siempre erguida, pero que hoy parece cabizbaja.
La plaza del azafranal está callada. No dice nada, no sabe qué decir. Siente el abandono como nunca. “Estoy aquí, -se dice en silencio-, para el encuentro, vuestro encuentro, vuestras celebraciones, tertulias y risas.” “No me dejéis por mucho tiempo”, -implora-. Se entretiene con la inquieta fuente, que hace piruetas con el agua para acompañar el canto de los pájaros y así, mitigar la tristeza de su torre.
La plaza grande, con su ayuntamiento, ombligo del papeleo local, está serena y hasta la mujer campesina se ha quedado de piedra por no poder ver desfilar ante ella parejas, grupos de amigos, niños y mayores, tertulias, risas y silencios. Ya no tiene de quien hablarle a otras piedras.
La fuente, alzando su chorro como queriendo llamar la atención de nadie que pasa. Los árboles se preguntan para quién será su sombra.
La iglesia cerrada. Le pregunté sin obtener respuesta. Parece que quienes acostumbran a estar en todas partes se han quedado en casa. Hoy se hace realidad la expresión popular “no había ni dios”.
Los paseos de El Espino, vestidos con brotes de primavera, con los brazos abiertos para recibirnos, no comprenden qué nos está pasando.
Los árboles, en formación franqueando el camino hacia el cerro, se sorprenden al verme. Los pájaros, en sinfonía constante, luchan contra el silencio. Alguien tiene que animar la soledad.
Y la ermita, centro de plegarias, anhelos que no son terrenales, deseos de prosperidad e íntimas peticiones, hoy no tiene a quien conceder sus favores. Me susurra que los dejarán guardados para el reencuentro con sus paisanos y paisanas fieles. Que falta nos hará, dice.
Me han dicho las calles y las plazas de Membrilla que echan de menos a su gente. Los paseos, los encuentros, las tertulias. Bullicio, niños corriendo, gritando y jugando.
Les he asegurado que nosotros también a ellas. Que no las olvidamos y pensamos en ellas constantemente. Que estamos deseando pasearlas. Vivirlas.
Vicente Alumbreros