El bochorno de julio era casi insoportable, 37 grados a la sombra. El ambiente era tranquilo a las 6 de la tarde, en el pueblo se respiraba un aire como… de fiesta, igual que el jueves de desposorios por la tarde, antes de bajar la virgen.
Vaticinios de pulpos adivinos, auguraban un éxito inminente para España. Innumerables banderas ondeaban en ventanas y balcones de Membrilla, todo el mundo tenía planes para esa tarde de domingo con familiares o amigos. Un equipo de futbolistas representando a todo un país, se jugaban la copa del mundo.
Chicos y grandes, jóvenes y viejos, nacionalistas y no nacionalistas, de derechas o de izquierdas, aficionados al fútbol e indiferentes al deporte rey, todos latiendo bajo un solo corazón, con la misma ilusión y el mismo objetivo: ser campeones del mundo de fútbol.
Como digo, el calor era intenso, lo cual no desanimó a los que decidieron ver el partido en los bares del Espino. El rojo y amarillo, eran los colores predominantes; gorros de bufones, sombreros, gorras, banderas, bufandas (las menos, el clima no era propicio) y camisetas rojas, se exhibían por doquier. Niños y grandes con los colores de la bandera de España tatuados en la piel, a la espera de disfrutar de un partido que nos elevara a la gloria de los eventos deportivos.
Los chorros de sudor se deslizaban por el cuerpo, intentando ser paliados con restregones de pañuelos y con tragos de cualquier bebida refrescante, que aumentaban más si cabe, el sudor y la euforia.
Por fin empezaba el partido, para los que no entendemos mucho de fútbol, la emoción estaba, en observar los rostros expectantes de los entendidos, que lanzaban consejos a los jugadores, como si la pantalla LCD, pudiera ser transmisora de dichas recomendaciones, y en algunos casos, insultos al equipo rival, tal que si la madre de De Jong, fuera la culpable de la patada brutal que el holandés propinó a Xabi Alonso, entre otras agresiones merecedoras de tarjetas justicieras.
La observación atenta a los rostros de los MÁS aficionados, solo era interrumpida por los “Uyyyyyyyyyy” que pronunciaban los que no perdían detalle de un partido interminable, y entonces sí que todo el mundo miraba a la pantalla para ver qué pasaba, pero no pasó nada (si lo que esperábamos que pasara, era un GOL) hasta que finalizó el partido. Tuvo que ser en la segunda parte de la prorroga, cuando un gol de Iniesta (manchego tenía que ser) nos catapultaba a la gloria, con la explosión unánime de jubilo y esperanza por la inminente victoria.
El repertorio de canciones emblemáticas y otras rimas pegadizas, junto con la proclama de nuestra nacionalidad: “yo soy español, español, español…” nos hicieron olvidar a todos la palabra más pronunciada en los últimos meses: crisis.
Cuando el árbitro, pitó el final del partido, la alegría ya era incontenible. Las numerosas fuentes del pueblo, hicieron de piscinas improvisadas, para mitigar el calor de julio y la emoción que brotaba de todos los corazones, en esta noche de gloria deportiva.
Ni el sonido de las vuvucelas de Sudáfrica, consiguieron acallar el clamor de un país entero, con la confianza, que cuando se apaguen los flases y la euforia se apacigüe, no venga la política a envenenar y a crispar el aire perfumado de alegría, que todos hemos respirado en cualquier rincón de España, ya que estos jóvenes deportistas han despertado una conciencia españolista, lejos de discrepancias políticas. Cómo bien decía Jarcha en su himno a la libertad: “La gente solo pretende, su pan, su hembra y la fiesta en paz”.
Al cabo de dos horas de haber finalizado el partido, aún resonaban los ecos de la fiesta, transportados por el escaso airecillo que la mágica noche del 11 de julio, se dignó a esparcir por los aledaños de Membrilla, sumándose así, al sentir unánime de una nación, desde esta parte templada de La Mancha, templada como el espíritu que ha guiado a la selección española para llegar a ser campeones del mundo mundial.