Estaba cantado que Los Faranduleros, asociación de cultura y ocio de reciente creación pero forjada sobre un amplio bagaje por los escenarios de Membrilla, no podrían resistirse por mucho tiempo al gusanillo del teatro. Ha pasado sólo un año desde su presentación oficial y este fin de semana ya han vuelto a escena por la puerta grande: conquistando al público, que durante tres días ha llenado la Casa de Cultura, con una inteligente combinación de texto, dirección y reparto.
Para abrir boca, las bellas notas de Candilejas, obra del mismo Chaplin que Los Faranduleros ondean en su logo, (y que curiosamente recibió el Oscar a la mejor banda sonora en 1973, año de estreno de La Balada de los tres inocentes). Sobre Candilejas, el recuerdo en off de antiguos amigos y compañeros de la farándula, Alfonso Luna y Paco “Canana”, recientemente desaparecidos.
Si se buscaba un reencuentro amable y divertido con los espectadores, Los Faranduleros no podían haber elegido mejor obra: La balada de los tres inocentes, de Pedro Mario Herrero, obra que el propio autor definió como un “humilde carnaval que surgió por aquello del honor latino”. Y es que lo que en un principio podría plantearse como una crítica a los tres estamentos de poder tradicionales no deja de ser una mirada humana a la naturaleza rural más profunda desde el humor, pues como apuntaba el autor en la presentación de su obra “mi único propósito ha sido que el espectador sonría un poco y olvide la filosofía y lo trascendente. El honor latino es algo demasiado complicado para tomarlo en serio.”
Tras su estreno en Madrid, escribía la crítica Adolfo Prego, padre de la periodista Victoria Prego, y en ella observaba: “No se burla de nada. Su farsa es limpia, generosa en inventiva, fundada en el humor, en la situación por la situación, en el diálogo por el diálogo. Es capaz de lanzar sobre la escena un chorro de alegría, de ingenua y sana alegría. Hace ya mucho tiempo que yo no había oído reír a los espectadores tanto y tan continuadamente.”
También sucedió en Membrilla: Siete actores, bajo la dirección de otro viejo farandulero, Cristino de Santiago, lanzaron sobre la escena un chorro constante de alegría, provocando no ya la risa, sino la carcajada en el público, inmerso en un estado continuo de permanente hilaridad.
Siete grandes actores aficionados, unos rescatados de antiguos escenarios, otros recién llegados, que regalaron al público siete personajes perfectamente construidos y ensamblados para dar vida a una comedia de enredo donde el amor y la muerte nunca fue lo que parecía. Miguel Ángel Martín de la Leona, metido en la sotana del cura Gino, firme sufridor hermano e hijo; Pepe Megías y su bigote, como el parsimonioso, marcial y discreto carabiniere Vittorio; Manuela Jiménez, María, la hermana, “una jovencita que resbala la pobre en ese asuntejo del que es mejor no hablar…” como definía el propio autor de la obra; la hilarante madre Sofía, Maribel Villalta, reencarnada un poco en Lina Morgan para alternar sus estados de enamoramiento y alucinación; medio siglo más viejo, Joaquín Jiménez, transformado en un obispo bondadoso y alelado, muy bien resuelto. Cerrando el elenco, dos José Jiménez: uno en la piel de Sandro, impetuoso y cataléptico galán más muerto que vivo, más dentro del arcón que fuera, y otro en la piel del Alcalde, el tercero de los inocentes de la balada.
Cura, obispo y alcalde que, como escribía Prego, “más que inocentes: son las víctimas de un enredo endiablado nacido de las cosas del amor entre hombres y mujeres.” Un enredo endiabladamente divertido del que disfrutó, y mucho, el público de Membrilla, aunque no pudiese ver al octavo personaje de la obra, presente también sobre el escenario: San Hipólito Casto.
Fdez. Megías