Pedro Morales Elipe inaugura el sábado 12 de marzo su exposición “La piel” en la Galería Fúcares de Almagro. La muestra permanecerá abierta al público hasta el 21 de mayo.
Pedro Morales nació en Membrilla en 1966. Es licenciado en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid y en la actualidad es profesor del Departamento de Arte en la Facultad de Arte y Comunicación de la Universidad Europea de Madrid, donde también coordina las Titulaciones de Arte.
A lo largo de su vida artística, ha realizado numerosas exposiciones, tanto individuales como colectivas, en las principales galerías del país y su obra se encuentra en museos y colecciones públicas de Castilla-La Mancha, Madrid y Andalucía.
La muestra
Inauguración: Sábado 12 de marzo de 2011
Exposición: Del 12 de marzo al 21 de mayo de 2011
La piel, las piedras, el agua
Es quizás el tema mitológico un lugar donde la pintura se ha reinventado a sí misma. Un espacio de extrema libertad, donde todo parece sometido a la ceremonia de la confusión de los opuestos. Donde son posibles todos los encuentros. Cuerpos luchando en la naturaleza: David y Goliath, Apolo y Marsias, Acteón y los perros, Narciso persiguiendo su sombra… Un acontecimiento en un paisaje donde los dioses, los hombres y la naturaleza se entretejen y se confunden y donde el tiempo queda suspendido, detenido, abolido, y el aire agita las cosas en todas las direcciones posibles.
Explican los expertos en las técnicas pictóricas que usaba Poussin, que las capas de pintura que aplicaba eran tan delgadas, que los personajes, con el tiempo, parecen estar en trance de desaparecer, o de confundirse y mezclarse con el paisaje, lo que viene a ser lo mismo. Parece, desde luego que, de esta manera, (la piel de la pintura devorada por el tiempo), el mito encuentra su verdadero sentido y el fragor de la disputa alcanza su descanso en la transparencia absoluta, fusionándose con el paisaje, haciéndose carne con él. Cuerpos de cristal, pieles finísimas, colgadas de los árboles, perdidas en la espesura del boscaje, disueltas en el agua. Jirones al viento. Huesos abrasados por el sol.
El paisaje en el que suceden los ires y venires de los dioses y los hombres es, por otra parte una invención pura, un lecho para los acontecimientos y, como tal, se conforma a la medida de estos, como una construcción ilusoria que da eco a los cuerpos, que prolonga o da escala a sus anatomías, que amplifica o calma sus desvelos, sus afanados trabajos, sus deseos.
El paisaje por tanto no existe como tal, porque no describe un lugar sino que lo funda, sustenta el sentido y conforma la trama. El paisaje se torna también transparente, transparente de pura visibilidad. La superficie delgada y mentirosa de la pintura es el espacio ilusorio en el que se libra esta batalla. Las cosas haciéndose la guerra en la pintura, en espera de su reconciliación. Piel fina de la pintura en la que lo visible se conforma desde su afuera, desde su límite, desde su exterioridad. Superficie de rozamiento con el mundo.
Sabemos que Rothko, en el viaje que realizó por Italia, durante el verano de 1959, (Nápoles, Pompeya, Herculano, Paestum…), fue donde verdaderamente encontró y vio con sus propios ojos, aquello que andaba buscando desde hace años, el espacio de la dramaturgia que quería para sus cuadros. Fue la superficie vibrante de los frescos de la Villa de los Misterios, la que le reafirmó en la elocuencia del camino elegido. “He estado pintando templos griegos toda mi vida sin saberlo”, confesaba a sus compañeros de viaje. Rothko, preocupado como había estado siempre por el mundo mítico, ese espacio paralelo del sentido donde las cosas se hacen la guerra, se reencuentran y descubren el descanso bajo una parra, por caminos subterráneos, encontró una profunda afinidad entre el rojo laca de los frescos y las amplias extensiones de color sombrío que llenaban sus cuadros. Pudo ver que ese espacio sin tiempo, tenía, en efecto, huesos, tenía carne y tenía piel. Su viaje a las piedras antiguas era en realidad un viaje que le devolvía otra vez a las paredes de su estudio de New York, después de descansar, como le vemos en una fotografía, almorzando pan, queso y vino con sus amigos, a la sombra de las columnas, bajo la bóveda del templo de Hera, en Paestum. Rothko hace en una entrevista estos comentarios sobre su cuadro del año 35 Grupo de gente en una estación de metro: “Figuras muy delgadas y altas como barras verticales. Recuerda a Giacometti… Sombreros, ojos, monederos de mujer, etc,…son simples puntos de pintura. Las figuras tienen una existencia fantasmagórica, lánguida, efímera…”
También otro pintor norteamericano algo más joven, Cy Twombly, acaba encontrando agua bajo el adoquinado romano, como un zahorí, y después de su viaje a Italia, en agosto del 52, (en compañía de su amigo Robert Rauschenberg) termina quedándose y fija su estudio en Roma.
La piel es un argumento y es también una evidencia, en los cuadros que conforman esta exposición. Cuerpo y paisaje son los dos elementos que articulan el recorrido en el que la referencias al mundo mitológico no están presentes de una manera explícita, narrada, sino más bien como un aire de familia que salta de unos cuadros a otros, como superficies que fueran intercambiables, que mudan su apariencia y buscan espacios de contigüidad más allá de sus límites. Los cuadros se buscan unos a otros para ampliar su conversación. Una conversación ya iniciada.
La piel, que es superficie y es envoltura, como la pintura, aguarda en silencio la mirada que la anime y le devuelva el sentido.
En un cuadro, que Poussin, pinta, en agosto de 1648, titulado Paisaje con un hombre muerto por una serpiente, también llamado Los efectos del terror. Vemos en el extremo izquierdo y en primer término a una mujer o un hombre tendido en tierra, enlazado por una enorme serpiente que lo devora y lo arrastra hacia el fondo del agua, sobre la que ya cuelgan sus brazos, su cabeza y sus cabellos. Poussin, fascinado por las serpientes, haría alusión a “las que nacen por generación espontánea de la espina dorsal de un hombre muerto” y podría haberse inspirado en un texto de las Metamorfosis de Ovidio que relata la historia de una serpiente monstruosa (un dragón posiblemente) que asfixia a uno de los compañeros de Cadmo.
Todo se confunde entre las sombras de las rocas y la vegetación: la túnica agitada, el reptil entre los brazos, el tronco y las piernas. Todo se precipita hacia el agua, y el agua sombría es también devorada y bebida por la tierra. Al fondo, un grupo de viajeros descansa apaciblemente al borde de un lago, junto a unas barcas de pescadores, cerca de la arboleda que cubre en parte la lejanía.
Todo se vuelve transparente. Todo fluye.
PME. Febrero, 2011