La Semana Santa de Membrilla parece estar llena de lugares comunes, frases de uso tan frecuente que parecen gastadas; siempre las mismas, en las mismas fechas: Membrilla huele a nuégados. Las calles huelen a canela y miel, al aceite frito de las flores y los barquillos.
Año tras año. Siempre igual. En los discursos, en los textos, en las conversaciones…
Pero es que Membrilla huele a nuégados en Semana Santa. Y poca promoción hacemos de esta extraordinaria riqueza gastronómica heredada de siglos de tradición familiar, que tiende a quedarse en lo íntimo de las cocinas de las casas. Una joya de la que disfrutar entre trasiegos de iglesias y procesiones, sin percatarse a veces de que una rosca encierra un sentido casi trascendental, mágico, que va más allá del dulzor de la miel, del sencillo hecho de tomar un postre dulce y rico.
Cuando hace años María Jesús me invitó a probar sus nuégados, fruto de una antigua receta transmitida en los últimos tiempos por la tía Tomasa, algo se removió en algún lugar de la memoria. Trajeron el sabor de los nuégados de la abuela Crespo. El sabor de los nuégados de siempre, los antiguos, los de la infancia. Y el recuerdo de abuelas y madres y tías en las cocinas, y el olor de la masa, de las tiras secando en el patio, de la miel caliente. Y el sonido del recrío bullicioso de nietos incordiando, “guarreando”, jugando, corriendo por el patio, sin ser todavía conscientes del momento tan especial que estaban viviendo. Sin percatarse siquiera de lo mucho que lo echarían de menos después.
Las manos de la abuela, amasando en el lebrillo algo más que harina y huevos. Mezclando, transmitiendo medidas, movimientos, habilidades que ya vio de pequeña en su propia casa, de su propia madre y abuelas en un ciclo vital de valor incalculable. Probablemente ese sea el verdadero secreto: las manos. Las mismas medidas, la misma receta, pero las manos…
Elaborar una rosca de nuégados no es cocinar: es participar en un ritual colectivo de recuerdo. Hacer nuégados, o cualquier dulce típico de estas fechas, siempre es recordar. Nunca se amasa en un movimiento mecánico y solitario. Siempre se piensa en otros momentos haciendo nuégados junto a la madre, las tías mayores, las abuelas, incluso las vecinas en esas casas de amplios patios habitadas por varias familias. Suele buscarse la complicidad familiar, implicar a las nuevas generaciones. Y siempre se recupera el sentimiento. Transmitir recetas, pero también momentos vividos junto al lebrillo con los que ya no están. Es casi un rendir culto a los mayores, al modo romano, con respeto, con nostalgia. Manos que añoran otras manos al tiempo que se crean nuevos recuerdos en los más jóvenes.
Por todo esto, cuando una de esas manos, de las que incluso portan algún anillo de abuelas y madres, te entregan una rosca de nuégados, el hecho se convierte casi en algo sagrado, en una comunión. Te doy lo que tengo, pero no te estoy regalando lo que han elaborado mis manos, es algo más íntimo y especial: te ofrezco el recuerdo de las manos que me precedieron, el amor que me entregaron. Y por eso una rosca de nuégados no tiene precio.
Membrilla huele a nuégados en Semana Santa, claro que sí; pero es mucho más. Y eso es lo que tenemos que seguir transmitiendo.