Hace algunos años, diez o doce, quizá más, en Membrilla empezaron a cambiarse los adoquines y baldosas de las aceras por otros nuevos. Se desecharon las viejas piedras negras que en algunas calles hacían de adoquines; en otras se desecharon otros más parecidos a los que actualmente pisamos y que, de tan altos, a veces saltamos desde la calzada para encaramarnos a la acera.
Casi todas las aceras del pueblo se adoquinaron con ese modelo de adoquín grueso, firme y gris de más o menos un metro de largo. Y también se embaldosaron casi todas las aceras con esas baldosas de nueve cuadritos. Todo moderno, todo uniformado, todo bien hecho.
Bueno, no del todo bien hecho. Resulta que en ciertas calles el trabajo no se hizo de la forma prevista, y no por incapacidad sino por escamoteo. Es decir, por un fraude a pequeña escala, por malversación de adoquines.
Resulta que en ciertas calles, aprovechando que en algunos tramos no existían viviendas sino cercados o casas viejas deshabitadas, algunos operarios con un avezado sentido del reciclaje encasquetaron a los propietarios en sus aceras adoquines viejos. Algunos empleados, encargados de levantar las baldosas y adoquines viejos de las aceras y colocar los nuevos, hicieron su trabajo y, aparte, el que la sociedad esperaba de ellos: que supieran aplicar los adoquines por unos cuantos años más. Así, donde había cercados, en vez de colocar los adoquines nuevos, plantaron con descaro y con convicción recicladora los adoquines viejos de la acera de enfrente. Sacamos el adoquín de aquí, y como nadie vive enfrente y nadie va a salir a llamarnos la atención, colocamos el adoquín allí, que con baldosas nuevas disimula, y de este modo la sociedad nos agradece que los adoquines desechados sigan sirviendo en la misma ocupación que antes. Bueno, había un detalle que se saltaban, una minucia: pero ni Dios ni el Ayuntamiento se preocuparían por averiguar adónde iban a parar los palés de adoquines nuevos o el dinero que había costado comprarlos. El buen servicio al pueblo estaba hecho, lo demás eran detalles sin importancia para nadie.
Eso pasó, señores. Algunos no nos dimos cuenta en el momento, sino algunos meses o años después, cuando empezaron a construirse casas nuevas encima de los solares cercados. Nunca les hemos dado las gracias a los héroes del reciclaje del adoquinado. Así quedó el asunto. Aunque tampoco se nos olvide a quienes cada día, desde hace pocos años, pisamos adoquines viejos de más de veinte, porque alguien se preocupó de alargar la vida de los adoquines a su costa. Todo sea por hacer un pueblo habitable. Por suerte, en éstos de las fotografías, situados en la calle Los Carros, frente a la Plazoleta de la caseta de la luz, donde se aprecian señales incluso de una radial, nadie se ha tropezado y pocos lo han notado. Nadie ha ido aún a darles las gracias a estos precursores del ahorro.