El pasado fin de semana, el Grupo de Teatro Los Faranduleros ponía en escena El Veredicto, su particular versión de Doce hombres sin piedad, de Reginald Rose. “Particular” en el sentido de que Los Faranduleros han considerado que la obra necesitaba una adaptación a la sociedad actual una vez que han transcurrido más de seis décadas desde el estreno de la versión original. Así, El Veredicto sumaba la presencia femenina en el jurado protagonista para plantear al espectador unos temas que, sin embargo, no han perdido ni un ápice de vigencia desde los años 50 de la pasada década.
Doce personajes en una compleja y casi dramática búsqueda de la verdad, encerrados en el mismo espacio escénico durante las dos horas ininterrumpidas que duró la representación, era la arriesgada y complicada apuesta de este grupo de teatro bajo la dirección de Cristino de Santiago. Pero la entrega sin fisuras del público durante los tres días de puesta en escena confirmaron que la elección de la obra y del formato habían sido todo un acierto. Tres días de lleno en la Casa de Cultura en los que los aplausos finales retrataban una madurez de peso entre los espectadores, que siguieron la trama minuto a minuto, no sólo como público, sino como una parte más del jurado, deliberando, juzgando, sopesando pruebas, emitiendo su propio y personal veredicto sobre el acusado. No hubo lugar para el aburrimiento en el patio de butacas.
Y madurez de peso también sobre escena, con un elenco de actores en los que se conjugaba a la perfección la veteranía de años, incluso décadas, con las nuevas apuestas en este mundo “Farandulero”. Gema Ballesteros, Manoli Jiménez, José Megías, Vicente Alumbreros, Pedro Manuel Roncero, Felipe Torres, Ana María Gutiérrez, Maribel Villalta, Feli Márquez, Almudena Muñoz, Miguel Ángel Martín de la Leona, Ana Perona… Todos fueron números. Sus personajes no tenían nombre en esta ocasión, para despersonalizar al hombre/mujer en sí mismo y poner sobre la mesa la personalidad más profunda: la razón última de su veredicto. Doce jurados, con más o menos piedad, se enfrentaban a una decisión final que podría llevar a la muerte a un joven acusado del asesinato de su padre. Sobre la mesa, algo más que un asesinato: Los prejuicios sociales o por cuestión de raza, el propio interés, la propia falta de interés, odios callados, iras reprimidas, las historias personales y familiares más profundas, inundaron la escena salpicando el veredicto de culpable.
En el lado opuesto, la actitud del jurado que pide una revisión serena de las pruebas, sembrando una duda razonable en sus compañeros, no porque crea en la inocencia del acusado, sino porque es consciente de su responsabilidad en las terribles consecuencias de la condena: la muerte del joven. Escenográficamente hablando, es el jurado que más camina, arrastrando el matiz simbólico de discurrir, de pensamiento asociado al movimiento frente al inmovilismo de los personajes con el pensamiento más cerrado. Con la excepción de los arranques de ira que sorprendieron al público, dotados de una magistral carga interpretativa.
Brillante también interpretativamente el final, marcado por el derrumbamiento humano del último voto de culpabilidad.
Completaba el elenco Miguel Ángel Patón en su papel de policía judicial. Tras las cortinas, Juan Antonio Atochero y Ana Rosa Megías en el apunte. Todo con una escenografía creada por el propio grupo, con Iluminación y efectos de sonido a cargo de Antonio Villalta y Ambrosio Velasco como técnico maquinista.
Al final, mucha satisfacción por el resultado obtenido tras un trabajo muy duro dedicado durante los pasados meses a un complejo montaje escénico. Y no hablamos de las formas: A veces, lo que en apariencia es más sencillo, presenta la mayor dificultad.