"En Madrid perdura el recuerdo del bienaventurado Isidro...
según he sabido por lo que cuentan los hombres de buena fe"
Si hoy tenemos conocimiento de la figura de un tal Isidro, que después llegaría a ser San Isidro, se debe en gran medida al hallazgo de un antiguo códice encontrado, probablemente en el siglo XVI, en la parroquia madrileña de San Andrés, junto a un viejo arca que contenía el cuerpo incorrupto del santo.
El códice, conocido como Códice de Juan Diácono, es un manuscrito anónimo escrito en latín y el único documento medieval dedicado al santo que se conserva. Su fuente: la trasmisión oral, que llevó a que en el siglo XIII se pusiera por escrito el relato de un personaje legendario que había vivido en Madrid un siglo antes y cuyo recuerdo permanecía hondamente asentado entre las clases populares.
Sobre el autor del códice, no han faltado divergencias ni contradicciones. La idea más aceptada es la que defendió el jesuita Fidel Fita, autor de la primera trascripción del códice en 1886, limitándose a transcribir el texto en latín y a realizar algunos comentarios sobre la autoría y el contenido. Para el jesuita, la figura de Juan Diácono, que aparece firmando uno de los milagros ("Yo Juan, un humilde diácono, y muchos, tal como lo oímos de su boca, lo hemos contado de forma sencilla en la presente cédula") se corresponde con Juan Gil de Zamora, franciscano, gran erudito del siglo XIII y uno de los representantes del humanismo en la corte del rey Alfonso X, el Sabio, con el que colaboró en la elaboración de su extensa obra mariana y hagiográfica. Quizá el códice sobre los milagros de San Isidro forma parte de su De viribus flustribus, conjunto de biografías de personajes famosos que debió escribir siendo diácono de la parroquia de San Andrés durante su estancia en el convento de franciscanos de Madrid, lugar donde pudo conocer de primera mano la extensa tradición popular vinculada al santo labrador.
La verdadera importancia del Códice radica en lo anteriormente expuesto: es la versión escrita más antigua de la vida y milagros de San Isidro, nacida de la tradición oral de las gentes de Madrid y, más importante aún, es la fuente documental sobre la que se elaborará y desarrollará toda la hagiografía posterior del santo; la única fuente donde beberán sus posteriores biógrafos (aunque alguno hable de haber visto algún códice diferente o algún cronicón de la época, que no se han conservado) y sobre la que se asentará la extensa obra sobre la vida y milagros del santo, sobre todo a raíz del siglo XVI y en los trabajos encargados de cara a su canonización, añadiendo y modificando datos según particulares conveniencias, incrementándose con nuevos milagros y beneficios logrados por intercesión del santo, y gestando la leyenda de San Isidro que ha llegado hasta nuestros días.
Recoge el códice la "versión original" de cinco milagros que el santo labrador realizó en vida (las aves y el trigo, la yunta de bueyes que ara sola, el lobo y el asno, y la multiplicación de alimentos para dar de comer al pobre y a una cofradía), acompañados de pequeñas pinceladas sobre su vida en Madrid, y un texto sobre su entierro en San Andrés y el posterior descubrimiento de su cuerpo incorrupto; al final del códice, entre otros elementos de culto, se inserta un folio aparte con el relato de un milagro acaecido en 1426.
Fue Isidro probablemente un hombre de vida cotidiana, con sus defectos y virtudes, humilde, humano y conciliador, profundamente cristiano y enormemente popular, que emerge como figura especial por alguna razón tras su muerte gracias al reconocimiento y el culto recibido por sus vecinos, convirtiéndose gracias a la tradición oral en uno de los pocos santos medievales laicos. La intensa devoción de la que ha sido objeto a lo largo de los últimos siglos, transformándolo en uno de los santos más populares de España, y su vinculación a Membrilla que en pleno siglo XXI se materializa en la Hermandad de San Isidro Labrador y en los actos de culto organizados en su nombre, justifican en cierta medida intentar conocer un poco más la figura del santo volviendo al origen documental de su historia: el Códice de Juan Diácono o Códice de San Isidro, que transcribimos a continuación:
"En Madrid, perdura la memoria del bienaventurado Isidro, gloriosísimo confesor de Jesucristo, nuestro Señor, el cual siendo un simple labrador, fue amante de Dios, cariñoso con los hombres y estudioso e imitador muy diligente de las Sagradas Escrituras; anteponiendo no lo temporal a lo espiritual, sino lo espiritual a lo temporal; porque cada día, según lo hemos sabido por relación de hombres buenos, muy de mañana, dejando la labor del campo, visitaba muchas iglesias y rezaba en ellas, empleando además gran parte en la oración. Entretanto, trabajaban denodadamente sus vecinos en las labores; Isidro iba el último, pero a pesar de esto, por un favor especial de Dios, hacía al fin de la jornada más faena que los otros; acordándose de lo que dice el Apóstol: "Trabajad con vuestras manos, para que podáis socorrer las necesidades de los pobres" (Efesios 4, 28), y del otro consejo: "Tened siempre entre manos algún trabajo, para que el demonio os coja ocupados". (San Jerónimo, ep. 125, ad Rusticum.)
1. Abrasábase su alma en tanta caridad y amor de Dios y de sus prójimos, que no sólo daba de comer a los hombres (aunque no era rico); mas careciendo de todo, como si todo lo poseyera (2 Cor 6, 10), proveía de sustento a las aves del cielo, compadeciéndose del hambre y frío que padecían.
Y así acaeció un día en el invierno, que estando la tierra cubierta de nieve, fue con un mozo a moler un poco de trigo al molino; y viendo posada en los árboles una banda de palomas, pareciéndole que estaban hambrientas, movido de misericordia, limpió la tierra con manos y pies, y les echó en abundancia parte del trigo que tenía preparado para su necesidad.
Viendo esto su compañero, se enojó e hizo burla de él, teniendo por bobería echar a mal tanto trigo. Pero, llegados al molino, no se halló merma ninguna en el saco; antes bien, creció tanto la harina, que los sacos de ambos, que estaban sólo hasta la mitad de trigo, se llenaron de harina hasta arriba.
2. Pero sucedió que algunos labradores de los campos vecinos, viéndole ir tarde a trabajar, dijeron a su amo: "Venerando señor, nosotros, como conocidos y súbditos vuestros, no podemos callar lo que vemos que cede en vuestro daño. Sabed que aquel señor Isidro, a quien pagáis anualmente una soldada para que os cultive los campos, dejando el trabajo propio del labrador, se levanta al amanecer, y va en peregrinación por todas las iglesias de Madrid, deteniéndose a rezar en ellas. Y, como empieza tarde la labor, no hace ni la mitad de lo que debía hacer. Por lo tanto, de ahora en adelante no podréis quejaros contra nosotros de que no os hemos avisado lo que pasaba y lo que os conviene."
Oído esto, turbose el amo; y al día siguiente fuese a ver lo que le habían dicho, y hallando que era verdad, se enfadó, y dirigiéndose al bienaventurado varón, tratole mal de palabra; pero Isidro le respondió con modestia: "¡Venerado y querido señor, a quien sirvo! Os declaro ingenuamente que ni puedo ni quiero apartarme en manera alguna del Rey de los reyes y de los santos, ni de su servicio. Y si teméis que por venir yo tarde al trabajo se ha de disminuir vuestra cosecha, yo os resarciré las pérdidas de lo mío a juicio de los vecinos. Dejadme, pues, emplearme en el servicio de Dios, ya que no redunda en vuestro daño ni en perjuicio de vuestra hacienda."
Oídas estas razones, el buen amo, aunque no del todo convencido, volvió tranquilo a su casa; e Isidro que había construido su edificio sobre la roca viva (Mt 6, 24), sin inmutarse por las amenazas y cuidados, no desistió de su buena costumbre de visitar las iglesias, teniendo ante la vista aquellas palabras: "Buscad primero el reino de Dios, y no os faltará lo necesario" (Mt 6, 33).
Pero su amo, queriendo enterarse por sí mismo de lo que pasaba, se puso en acecho.
Levantose un día muy de mañana, y cogiendo secretamente el camino de su heredad,
se escondió cerca del campo donde Isidro había de trabajar; y viéndole venir muy tarde
de su peregrinación, tuvo por demasiada su negligencia en ponerse a arar; y colérico, se fue a su encuentro, dispuesto a reprenderle acremente.
Yendo el dicho caballero con mucha ira contra el siervo de Dios, dispuso la divina potencia que viese además de su yunta, otras dos de color blanco que araban junto con la de Isidro. Quedó admirado, no sabiendo cómo fuese aquello; pero recapacitando que el varón de Dios no tenía quién le ayudase, no dudó que la ayuda era del cielo.
Acercose gozoso a ver aquello, y habiendo tornado los ojos a un montecillo, cuando los volvió hacia su campo, sólo vio al siervo de Dios.
Atónito ante este prodigio, interrogó modestamente a Isidro: "Te ruego, carísimo, por el Dios a quien tú sirves tan fielmente, que me digas quiénes eran los que poco ha te ayudaban a arar; pues los he visto con mis ojos, y han desaparecido ya de mi presencia."
A lo que contestó el varón justo, sabedor de lo que pasaba: "Os aseguro ante Dios, a quien sirvo como buenamente puedo, que no he llamado ni visto a nadie, para que me ayude en mi labor, sino a sólo Dios, a quien invoco constantemente y tengo siempre en mi amparo."
Quedó convencido el amo que la ayuda era del cielo, y al marchar le dijo: "Cuanto de ti me han dicho los aduladores y murmuradores lo desprecio, y de ahora en adelante quiero que todo lo que poseo en esta alquería esté bajo tu mando, y dejo a tu arbitrio lo que se ha de hacer"; y despidiéndose de él, se volvió a su casa, contando lo sucedido a cuantos encontraba.
Y este milagro lo recuerdan aún hoy día muchos.
3. Aconteció asimismo un día de fiesta en tiempo de verano que, habiendo entrado como de costumbre a rezar en la iglesia de Santa María Magdalena, dejó el borriquillo a la puerta. En esto entran en la iglesia unos muchachos y le dicen: "Levántese corriendo, padre Isidro, que viene un lobo a comer a su burro."
El santo varón les respondió: "Hijos, id en paz. Hágase la voluntad de Dios." Acabada la oración, salió tranquilo y halló al lobo muerto, y junto a él ileso a su jumento.
Ante esta maravilla penetró de nuevo en la iglesia para dar gracias a Dios, pues su misericordia salva a los hombres y a los jumentos. (Salmo 35, 7.)
4. Tenía el varón justo muy presente el dicho de Tobías a su hijo: "Si tuvieres mucho, da en abundancia; si poco, préciate de dar de buena gana algo de eso poco" (Tob. 4, 9). Así que era muy limosnero.
Por donde acaeció un sábado que habiendo distribuido a los pobres todo lo que había en la cocina, llegó un pordiosero pidiendo le diese algo; y no teniendo a la mano otra cosa, compadecido, dijo a su esposa: "Te ruego, querida esposa, que des a este pobre lo que haya sobrado del puchero."
Ella, que estaba bien segura que no había sobrado nada, por darle contento, fuese a la cocina para traer la olla vacía. Mas el piadosísimo Dios, queriendo satisfacer los deseos de su siervo, hizo que se hallase la misma olla llena de comida.
Al principio se quedó la mujer parada, pero reconociendo el milagro, dio de comer a los
pobres, llena de alegría y reconocimiento. No osó declarar esto a su marido, porque sabía muy bien cuan enemigo era de la vanagloria. Mas, como a los que arden en el amor de Dios no se les puede cerrar la boca, al fin lo dijo a sus vecinos y a otras personas competentes.
Y nosotros lo consignamos como nos lo narraron testigos fidedignos.
5. Isidro fue, según costumbre, hermano de una cofradía. Acostumbran los cofrades a reunirse a comer juntos un día prefijado. Llegado éste, se juntaron los hermanos; pero Isidro, como antes tenía que visitar las iglesias, llegó cuando ya se había terminado la comida.
A la puerta del recinto encontró unos pobres que esperaban las sobras y los introdujo consigo.
Al ver esto, algunos de los cofrades le dijeron: "Pero, varón de Dios, ¿a qué traes contigo esos pobres, si no hemos dejado más que tu ración?"
A lo que replicó Isidro con paciencia: "Repartiremos lo que haya entre todos."
Entonces los que servían a la mesa fueron por la olla, a traerle la parte que se le había guardado, y la hallaron llena de carne. Espantados ante tal prodigio, callaron, para publicarlo en su tiempo oportuno, y sirvieron alegres a Isidro y a los que él había introducido; y aun sobró para repartir a otros pobres, Cumpliéndose la profecía: "A los que buscan a Dios, no les faltará ningún bien" (Salmo 33, 11).
Acabada la comida, levantó el varón de Dios las manos al cielo, bendiciendo su santo nombre, rogó por los bienhechores, y despidiéndose de los presentes, se fue a la iglesia de Santa María Magdalena a dar gracias a Dios, cuya largueza había experimentado tan palpablemente en sus necesidades.
Todos los que se hallaron en aquella casa, tanto los cofrades como los demás servidores, al saber el milagro, compungidos y alabando al Señor, creyeron que Isidro era verdadero siervo de Dios.
Certificados, pues, del prodigio, lo publicaron por los campos y la villa, a los hombres y a las mujeres, para que todos bendijesen a Dios, que levanta del polvo al necesitado, y de la bajeza sublima al pobre, para que se siente al lado de los príncipes y tenga solio de gloria (I Reg. n, 8); lo cual experimentamos con este siervo de Dios, con quien pasó no sólo espiritual, sino también corporalmente.
Su glorioso cuerpo descansa colocado en la iglesia de San Andrés, entre los gloriosos príncipes de los Apóstoles, en un sepulcro hermoso; y en el cielo está premiado con una silla de gloria perpetua en compañía de los santos.
una hermosa exhortación a los de su familia,
y luego, hiriendo su pecho, recogiendo sus manos y cerrando sus ojos, se entregó enteramente a su Redentor, a quien siempre había servido, y exhaló su espíritu, yendo a recibir el galardón sempiterno.
Cuadra a este bendito santo lo que en la Sabiduría se dice del varón justo con esta excelente alabanza: "Al justo guió el Señor por caminos derechos, y le mostró el reino de Dios: dióle la ciencia de los santos, honróle en sus trabajos y se los completó" (10 10). Fue sepultado en el cementerio de San Andrés apóstol, cuya iglesia visitaba el Santo la última, antes de partir al trabajo.
Allí estuvo su cuerpo mucho tiempo, esto es cuarenta años, sin que ningún hombre lo visitara. Y estuvo tan olvidado, que en tiempo de lluvias un arroyuelo que pasaba por allí entró en el interior de la sepultura. Pero el Dios misericordioso, que cuida de sus escogidos de día y de noche, diciendo en su evangelio: "no perecerá un cabello de vuestra cabeza" (Lc. 21, 18), no consintió que pereciese ni un cabello ni un miembro de su fiel servidor."