Esta finca tenía una alameda muy grande y una fuente que parecía un pozo, tenía 2 m. de honda por 1,50 de diámetro.
En los seis meses que estuvimos allí vine al pueblo dos veces. Salía de la majada a la una de la noche con dos mulos y regresaba a los tres días cargados de hato y las ropas limpias para los compañeros. Llegaba al pueblo a las once de la mañana. Como era invierno, aunque te arropabas con una manta, a fin de tiempo te quedabas helado, así que, unas veces iba montado y otras andando . Cuando salía del pueblo eran las siete de la mañana y llagaba al chozo a la puesta del sol. El pan se llevaba para quince días y además de ponerse duro se enmohecía. Así fue pasando el invierno y a últimos de mayo, de regreso a la casa de Don Juan.
Aquí me mandaban cada quince días al pueblo y comencé a buscar novia pero como era pastor no me aceptaban las chicas, porque no quería estar tanto tiempo sin verme.
Es verano y hay que hacer las cuerdas, las sogas y las trabas para la próxima campaña. Tomás, como siempre, el primero en terminar esa faena y como había ascendido, descuidaba al mayoral cuando el fallaba.
Pasa el verano y otra vez al invernadero, esta vez nos fuimos a Esparragués , una finca de Don Juan Medrano que lindaba al este con el río Jabalón y un trozo de cordillera en donde había una fuente de «agua agria» de donde nosotros nos servíamos. El agua manaba constantemente e iba al río. Para ir a esta finca se pasaba por Bolaños, Almagro, Valenzuela y el Puente del Aguacil donde comenzaba la finca.
Llegó noviembre y salimos de camino por el que tardamos tres días en llegar. También había una casa muy grande para el guarda y los amos; y nosotros, como de costumbre, a nuestro chozo de carrizo. Aquí existía peligro porque había lobos y de noche acudían a la majada a ver si podían llevarse alguna oveja, por esta razón había que dormir un pastor al lado de los corrales. Esto le tocaba al ayudaor y a falta suya me tocaba a mi. Para esto se hacía un chozillo en miniatura del mismo material que el grande, pero sin corruca de piedra y movible, al mudar el corral se mudaba el «Culato», que así se llamaba. Además, teníamos dos perros mastines con unos collares de hierro con muchas púas por si les hacían frente los lobos se las clavaran en la boca. Cuando los perros ladran, el pastor sale de su chozo, vocea, los azuza y los lobos se espantan. Dos veces por semana había que preparar leña y había que hacerlo cuando pintaba el día, mientras el mayoral hacía el almuerzo. A esas horas había escarcha y se quedaban las manos heladas y casi no podía atar el haz. Por la noche después de cenar, me tocaba hacer la «pellá» para los perros, esto a la luz de la lumbre, porque en los chozos no se gastan candiles. Todo se hacía con la luz de la lumbre.
Así se pasó el invierno hasta últimos de Mayo que regresamos nuevamente a las rastrojeras de costumbre, pero este año se morían muchas ovejas, entre ellas una mía, lo que me hizo cambiar de patrón y me fui donde había estado 4 años de muchacho, a casa del señor Canana. Su hijo Antonio, que arreaba las ovejas, se encargó de una yunta de mulas y yo fui a ocupar su puesto y el hijo más pequeño, Alfonso, iba conmigo al campo. Yo tenía 17 años. El sueldo era 60 pts al mes, la manutención y la producción de 14 ovejas.
Nuevamente comencé a leer el periódico de la casa siempre que tenía ocasión. Además, los dineros que me daban para tabaco, los empleaba en una novela a la que me suscribí y me traían dos capítulos de doce páginas todos los Domingos. Yo quería leer muy deprisa pero me equivocaba mucho y les daba muchos repasos, de esa forma me iba desenvolviendo. Estuve recibiendo cuadernillos más de tres años, justamente hasta que tuve que irme a la mili.
Los pastos los teníamos en los calares desde la cuesta de Piña a ambos lados del camino hasta la casa del Casendo.
En el verano, la tierra del camino me servía de cuaderno y el cayado de lapicero, escribía los nombres que se me antojaban, unos de pueblos y otros de personas, los borraba y los volvía a escribir, así me fui acostumbrando a la escritura.
En esos calares, el amo tenía una finca con casa, dos árboles muy altos y una higuera donde nos echábamos la siesta en el verano. Nos íbamos allí para toda la semana y el domingo por la noche, al pueblo. Yo no tenía ningún día libre, a no ser un día de fiesta que nos viniéramos a media tarde, pero como en el invierno estaba todas las noches en el pueblo, conseguí que una chica aceptara mi petición de novia con la que me entretenía algunos ratos por la noche. Ella se llamaba Modesta, era buena y lo sigue siendo, todavía vive; pero a los tres años me di cuenta de que siempre tenía granos en la cara y rompí las relaciones.