El Cementerio de San Cristóbal de Membrilla cumple cien años este mes de septiembre. Exactamente el día 21.
Porque un 21 de septiembre de 1914 se produjo la primera inhumación en este nuevo camposanto: la del niño Cristóbal Quevedo Valdepeñas. Es la tumba más antigua del cementerio de Membrilla. Y también la que dio nombre al mismo: en homenaje al enterrado, el cementerio se bautizó bajo la advocación de San Cristóbal. Nos lo recuerda una pequeña placa sobre la cruz de hierro que preside su tumba en la tierra, casi desapercibida: “Aquí reposan los restos del niño Cristóbal Quevedo Valdepeñas, que estrenó este cementerio el 21 de septiembre de 1914. Posteriormente sus padres y sus hermanos le dedican este recuerdo. DEP.”
Antes, los enterramientos de Membrilla se realizaban en el Cementerio de San Juan, anexo a la ermita del mismo nombre, en los terrenos que hoy ocupa el Colegio Virgen del Espino de la localidad. Los restos óseos de aquel cementerio se trasladaron al osario del nuevo. También algunas lápidas, pocas, puesto que la mayor parte de los antiguos enterramientos se hacían en nichos. Pueden verse en el cementerio de San Cristóbal lápidas trasladadas desde el de San Juan, como la perteneciente a la familia Valdelomar y Heredia, de 1912.
La historia del cementerio de San Cristóbal está escrita en sus tumbas y monumentos. Desde los sencillos túmulos de tierra fechados en los años 18 o 19 del anterior siglo hasta el barroquismo funerario asentado en mármoles y bronces, pasando por la piedra sencilla y tallada, apenas hoy legible de los años 40. Ni siquiera la guerra, que tanto daño hizo a los vivos, respetó el descanso de los muertos. Y ahí quedan todavía las huellas de la destrucción de cruces y otros ornamentos religiosos que tuvo lugar en aquellos días de desenfreno anarquista, visibles en la tumba “de la Coronela”, a la que demolieron el ángel que la coronaba y de singular historia personal. Y como testigos de la sinrazón (todavía hoy no hemos aprendido la lección y seguimos aferrándonos a los bandos) el monumento a los fusilados en la carretera de Valdepeñas el 17 de agosto o en las mismas tapias del cementerio en la noche del 20 de noviembre de 1936 por las fuerzas “republicanas” locales y, bajo el mismo suelo, los restos de fallecidos tras la represión franquista de posguerra.
De la paz serena de nuestra democracia se ha nutrido el cementerio de San Cristóbal, creciendo, mejorando, recibiendo la atención de las sucesivas corporaciones sabedoras de lo importante que es para los vecinos el lugar de descanso de los suyos. Y, sobre todo, recibiendo el cuidado diario de Manuel Taviro y su intensa humanidad, como lo recibió de su padre antes. Otra historia aparte es cómo transmitimos a las nuevas generaciones (las del botellón en el cementerio) el respeto a los difuntos.
Con los muertos, los nuestros, nos quedan algunas deudas pendientes que bien podríamos solventar aprovechando este centenario. Y a los que ya no están, el único modo de pagarles es con el recuerdo, un recuerdo impregnado de esa veneración romana tan sutil anclada en el respeto. Ahora, el osario que suma los restos del cementerio de San Juan con los restos del de San Cristóbal, es parte anónima de un pasillo transitable, a la izquierda del acceso principal al camposanto. Un pasillo que se prolonga sobre el osario del llamado Cementerio Civil, donde se enterraban los restos que no podían ser depositados “en sagrado”, como en el caso de los suicidas. Hoy caminamos sin casi saberlo por encima de nuestros antepasados. Bien les vendría un mínimo recuerdo, una especial dedicatoria sobre el suelo que pisamos, una placa reivindicativa de su memoria sobre la pared adyacente.
Y por su importancia, no vendría mal una singular llamada de atención, un especial cuidado y protección de la tumba de aquel niño, Cristóbal, que un 21 de septiembre inició la historia ya centenaria de este cementerio. Porque cuando falte Manuel, ¿quién nos va a contar estas cosas?