En 1752, la Real Academia Española publicó su segunda Ortografía, donde ya se modificaban algunas de las reglas dispuestas en la primera, de apenas once años atrás. De hecho, la primera edición se llamó Ortographía, de acuerdo con los criterios que en ella se apuntaban. Un siglo después, las recomendaciones y normas propuestas por la RAE pasaron a tener un rango oficial en España y América y, de este modo, la ortografía académica ha sido preceptiva en la enseñanza. Lo cual quiere decir que los profesores del mundo hispánico nos esforzamos con denuedo desde entonces en hacerlas entender a nuestros alumnos, pero no que siempre los resultados sean exitosos. Como muestra, no hay más que echar un vistazo a la cartelería de nuestras ciudades, a titulares de telediario, a gente que escribe su propio nombre de cualquier manera, o incluso a muchos documentos oficiales de toda condición.
Desde las modificaciones de la segunda edición, que preferían un criterio fonológico antes que uno etimológico para muchos sonidos (“filosofía” en vez de “philosophía”, “Cristo” en lugar de “Christo”), las sucesivas renovaciones de la Ortografía han contado con simpatizantes y detractores. La del 2010, que se publicó el pasado jueves, no será una excepción.
La RAE había adelantado algunas de las normas nuevas que aparecerían en ella, antes de su presentación en la Feria Internacional de Guadalajara. Algunas de estas normas causaron bastante revuelo desde ese mismo anuncio, y a buen seguro darán para interminables discusiones entre los apóstoles de las virtudes de las nuevas reglas y los nostálgicos de la validez de las antiguas. Las nuevas normas, consensuadas por todas las academias de español en el mundo, ofrecerán una ortografía “coherente, exhaustiva y simple”, además de “razonada”, según su coordinador, el académico español Salvador Gutiérrez Ordóñez. Razonada y exhaustiva, desde luego; simple también (no hay más que comparar la ortografía de nuestro idioma con la de otros como el inglés o el francés); pero la cuestión de la coherencia es más discutible. Es sabido que entre los alumnos de instituto de cualquier generación las reglas ortográficas han suscitado a partes iguales indiferencia y rechazo, y pocas veces entusiasmo. ¿Pero cómo explicarles que la ortografía cambie, que el idioma no es inmutable, ni lo son los usos, y por tanto las normas? ¿Y cómo explicarles estos nuevos cambios sin hacerlos caer en el total desconcierto?
Para empezar, hemos de admitir que algunas de estas nuevas disposiciones académicas son, al menos llamativas. Cierto es que desde la edición de 1959 la RAE prefería que la palabra “solo” se escribiera sin tilde, ya fuera adverbio o adjetivo. Siguen defendiendo que los casos de ambigüedades son mínimos y se solventan con la ayuda del contexto, y alegan que la eliminación del acento ortográfico sirve para simplificar el criterio. Puedo decir sólo que si no le hubiera puesto tilde en esta misma frase, ustedes no sabrían si esto es lo único que digo (sólo) o que simplemente lo digo mientras reflexiono en soledad (solo) sobre estas cuestiones.
Lo mismo ocurre con los pronombres “éste”, “ése”, “aquél” y sus femeninos y plurales, tormento de alumnos de instituto, que han batallado durante décadas por aclararse cuándo sí y cuándo no, por qué acentuarlos si a veces parece que no viene a cuento e incluso que la tilde les ha caído como un sombrero incómodo. La Academia quiere simplificar el criterio: que nunca se les ponga tilde. Así de simple y así de taxativo. En cualquier caso, en esta edición de 2010 como en la de 1999, aceptan que la no acentuación de estos pronombres, como la del adverbio “sólo”, es optativa, aunque recomiendan no acentuarlos, y así lo hacen en todas sus publicaciones oficiales, como también lo hacen los medios de comunicación escritos desde hace algún tiempo. Aunque, pensándolo bien, la norma de acentuarlos cuando son pronombres también es muy simple: si acompañan a un sustantivo son demostrativos, y por tanto no llevan tilde; si van solos, es que son pronombres, y por tanto sí la llevan. ¿Es tan complicado para un estudiante, como para cualquier persona que escriba, diferenciar “este coche” de “mi coche es éste”?
Con otros términos la nueva norma es menos flexible: la RAE prescribe que palabras como “guión” o “truhán” se escriban ahora “guion” y “truhan”, y sólo de esta manera: sin tilde siempre, y que lo contrario sea considerado falta de ortografía. A mí no me sale escribir “guion”, como no me sale pronunciarlo, por más que en América sea la forma mayoritaria. Tampoco escribiremos “corasón” por más que sea la forma mayoritaria en la pronunciación, digo yo. Y es que en “guión”, “truhán”, “lió” “fié”, y otras tantas, yo aprecio en nuestra pronunciación española, claramente, dos golpes de voz: es decir, un hiato en toda regla. Y no el diptongo que ahora la Academia propone como normativo. ¿Acaso pronunciamos igual “fui”, diptongo, que “huí”, hiato? ¿Igual “dio” que “lió”?, ¿Igual “pie” o “fue” que “pió” o “fié”? ¿No aprecian la diferencia lo suficiente como para que tengamos que marcarla? ¿Cómo explico a mis alumnos que a partir de ahora son consideradas iguales? ¿Por qué, se preguntarán ellos, unas veces se considera hiato y otras diptongo, según conveniencia?
Pero hay más, y más cosas nuevas, que no tienen que ver con tildes: entre otras, la que más sensación ha causado en la prensa, en los corrillos de cafeterías de medio mundo, en el corrector lingüístico que llevamos dentro cada uno. Que la i griega se llame ye es para algunos un atentado, para otros un criterio acertado que ayuda a la uniformidad de la lengua. Que se diga ye en el país con más hispanohablantes del mundo, México (¿por cierto, y por qué seguir prefiriendo México a Méjico, por qué aceptar unas irregularidades y no otras?), está bien en México y seguramente en otros cuantos sitios, pero como hablante español siento como si le estuviera quitando un apellido ilustre a la i griega para empezar a llamarla por un hipocorístico, es decir, por un diminutivo. Por suerte, la Academia tan sólo recomienda llamarla ye; así pues, quienes preferimos seguir reconociéndola por su notable nombre, podremos seguir diciendo, con propiedad, “rey se escribe con i griega”.
Y ahí hay otra: “el Rey”, como “el Papa”, esas dignidades egregias, como otros cargos y títulos, deberán ahora ser “el rey” o “el papa”, como el simple rey de bastos, el rey de la pista, las papas fritas o el “como llame a mi papa”. Minúsculas. Qué tiempos.
Minúsculas para su majestad, minúsculas para la península ibérica, como si fuera un jamón ibérico, tan delicioso pero tan repetible. Minúsculas para la cordillera andina, como un apellido pobre, minúsculo y de segunda, que pareciera rebajar la soberbia de sus kilométricas cimas. Eso sí, cuando nos refiramos a nuestra península ibérica simplemente como “la Península”, podremos utilizar esa mayúscula que le otorga carácter antonomástico. Y volviendo a lo de una ortografía “coherente” y “simple”, ¿por qué entonces “la Península” y no “el Rey” y “el Papa”, cuyos títulos quedarán para siempre relegados a la minúscula rasa de los seres corrientes?
También se ha bromeado mucho sobre por qué deberemos decir “expresidente” y “ex director general”. Está razonado, desde luego: el prefijo “ex” se une al cargo o condición cuando es palabra sola, y no cuando es sintagma, es decir, cuando está formado por más de una palabra. Sinceramente: ser un “exmarido” parece poco menos que una ofensa, un palabro tan feo como lo son “exministro” o “exdirector”; con la gracia con que se pronuncia, sin embargo, “ex guardia civil”, “ex secretario general”, “ex jefe de estudios”, donde el “ex” (sonoramente pronunciado y hasta con una leve pausa expresiva detrás) parece elevado casi a la dignidad de un tratamiento.
Y una de las más graciosas y controvertidas cuestiones referidas a la ortografía: cómo debemos escribir los préstamos y palabras extranjeras. Hay opciones para todo: la palabra “fútbol” se españolizó totalmente, mientras que con “júnior” o “hachís” se optó por soluciones híbridas. En su día, resultó chocante la aparición en el diccionario de “güisqui”, esa bebida que desde el momento de leerla parece una imitación de dudosa calidad, muy lejana del sabor original y con solera del verdadero whisky. Ahora la Academia propone la adaptación de algunas palabras, a saber: habremos de comer en un cáterin, y para parecer sexis nos pondremos un pirsin, y quién sabe si uno se ganará bien la vida siendo mánayer de un yudoca. Adaptación: unas veces lo aceptamos con naturalidad, otras casi irrita los ojos. En este punto creo que nuestros alumnos tienen bastante que decir, pues a fin de cuentas son ellos los que utilizan de continuo, oralmente y por escrito, la mayoría de extranjerismos que llegan a nuestro idioma.
Del mismo modo, adaptando, catar no será sólo probar el vino o una comida, pues Catar será ese lejano país árabe que habrá perdido ya el exotismo de su anterior nombre, Qatar. E Irak será definitivamente Irak, y no Iraq (¿tampoco Irac?) como había venido siendo a veces. Por suerte, el uso y la costumbre dirimen estas disputas que, aunque inocentes, tanto nos dan que pensar, tanto nos sublevan a quienes escribimos o enseñamos en español, tanto desconcierto crean en nuestros alumnos y en “los extranjeros que vienen a nosotros”. Que son, en definitiva, los que determinarán si estas reglas son buenas o no, aceptables y aceptadas o no.
Cabe recordar, como ha hecho estos días el académico Humberto López Morales, que la ortografía no es más que un sistema artificial. Es algo completamente arbitrario (que en el caso del español, por suerte, se acerca bastante a lo fonológico, a los sonidos que pronunciamos), y como tal hay que tomarlo; las reglas son, pues, variables. Pero, sean las que sean (y éstas por lo menos han sido consensuadas por académicos de todo el mundo, a pesar de que yo siga acentuando “éstas” en esta misma frase), lo importante es que comprendamos aquello que tanto cuesta de entender a veces a nuestros alumnos horripilados por la ortografía: sin ortografía la comprensión sería más difícil, y más fácil la disgregación del idioma. Las normas ortográficas son, como las de tráfico, herramientas imprescindibles para entendernos y respetarnos. La circulación de palabras es más numerosa que la de vehículos y, en cualquier caso, con unas normas claras y simples, todos podemos viajar en nuestro idioma mucho más cómodos. La gran ventaja de esta última con respecto a la primera Ortographía de 1741, y por lo que hemos de tomarla más como algo propio, es que ya no es un país sólo, ni un país solo, el que la dispone: en nuestro idioma nunca se pone el sol.