-Sí, sabemos que no es de sangre, sino de grana; pero nos viene bien parafrasear la letra del conocido pasodoble para introducir una reflexión crítica, que tomará como núcleo el debate sobre la prohibición de las corridas de toros-.
Ya es un logro, todo un logro, que exista debate sobre la fiesta taurina. Ya es un logro que haya quien pida a los poderes públicos que prohíban las corridas de toros. Ya es un logro que, en un país que ha ido a remolque en todo lo concerniente a la defensa y protección animal, se cultive una permanente discusión sobre lo que unos llaman fiesta y otros consideran vergüenza nacional.
El capote es de oro, justo es reconocerlo. Y lo es no sólo por la actividad económica que propicia, sino por la belleza plástica que envuelve toda la parafernalia torera. También por lo que representa de tradición y costumbrismo. No creo que puedan, ni deban, negarse en la refriega de la discusión esos aspectos que otorgan al mundo taurino brillo y relumbre. Pero la cuestión no es esa. La cuestión es si son suficientes esos méritos para mantener una fiesta que, al tiempo que reluce, también empapa el dorado capote de sangre y objetiva crueldad.
Hasta la fecha lo han sido. Pero ahora se comienzan a mostrar menos sólidos, y la fiesta taurina se ve por ello amenazada. Además, todo parece indicar que esa explicita amenaza seguirá creciendo y creciendo, progresivamente, más y más.
Conviene destacar que estamos hablando de un problema moral. También conviene recordar que la moralidad hispana tiene mucho de moral cristiana. |
Conviene destacar que estamos hablando de un problema moral. También conviene recordar que la moralidad hispana tiene mucho de moral cristiana. Nuestra moral, no es un secreto para nadie, proviene de los posos que siglos y siglos de pensamiento cristiano dejaron en la cultura; ya que el cristianismo, en nuestro país, ha sido el referente genérico por excelencia en materia de moralidad. Y la visión cristiana en materia de respeto al mundo natural, lo que incluye al mundo animal, ha dejado mucho, pero mucho, que desear.
En efecto, por lo que respecta a ese mundo natural, ya la incipiente moral difundida por los llamados Padres de la Iglesia, en los siglos de extensión del cristianismo por Europa, le concedía un escaso o nulo reconocimiento. El medio en el que la especie humana debía “crecer y multiplicarse” apenas contaba. Ese pensamiento arraigó profundamente en el mundo occidental. La moral que de él se deriva prácticamente cosifica al animal (en realidad cosifica a toda la naturaleza) y lo pone al servicio y disposición incondicional del hombre. Se han necesitado siglos, y la contribución del progreso científico, para “descosificar” a los animales, especialmente a los mamíferos, entre los que se encuentra el toro. Y aunque no hacía falta mucha ciencia para saber que los animales, sobre todo los más próximos al hombre en la escala evolutiva, son capaces de sufrir dolor y sentir padecimientos, al constatarse que compartimos con ellos una estructura genética muy similar, la cosificación se ha caído por su propio peso.
Bien es cierto que hubo mentes preclaras, que ya anticiparon la cuestión en épocas adversas (caso de Leonardo da Vinci, que llegó a vaticinar que llegarían tiempos en los que matar a un animal sería considerado un crimen), pero se han precisado siglos y más siglos para que se llegue a hablar de derechos del animal, ecología y, en general, respeto por la naturaleza.
La racionalidad, la extensión del conocimiento y el progreso han generado una nueva actitud hacia cualquier forma de vida en el planeta. Las nociones de equilibrio ecológico, de educación medioambiental, de trato digno para los animales, etc, nos resultan ahora perfectamente familiares. Y los cambios en la cosmovisión y el progreso social han traído una moralidad en la que no tiene cabida la crueldad y la tortura. Creo que podemos ser concluyentes afirmando que hoy día, a comienzos del siglo XXI, no es presentable ni defendible actuación alguna que implique daño gratuito e intencionado a un animal tan evolucionado como el toro. La moral no queda circunscrita a lo humano: se ha extendido a lo natural.
A los defensores de la fiesta sólo les queda, como trinchera argumental, buscar comprensión para su sencilla y elemental contradicción: reconocer la inmoralidad de la fiesta y, a la vez, reclamarla; proclamar su negativa a renunciar a ella sólo por lo mucho que les gusta, por el gran disfrute y divertimento que les proporciona. Contradicciones tan elementales son comprensibles: la historia del hombre sobre la Tierra está plagada de ejemplos de inmoralidad.
Una vez realizado ese reconocimiento y también la proclama –algo que muchos taurinos hacen sin más rubor; lo que, en cierto modo, les honra- el debate se situaría en su auténtica dimensión, en su plano más interesante: Si bien al particular le está permitido atentar contra la moralidad y la ética en su ejercicio privado ¿pueden hacerlo con el mismo descaro los poderes públicos, en sociedades que se autocalifican de democráticas?
La historia nos dice que no. Antes o después, esos poderes públicos –más fácilmente en el caso de las democracias que en las oligarquías- terminan por asumir las posiciones sociales dominantes, los denominados valores sociales de un siglo o una época.
Ejemplos tenemos de ello, tanto en el ámbito de lo humano como en el animal. Ejemplos ilustrativos, ya que generaron grandísimas polémicas en su tiempo, aún mayores que las que despierta la fiesta taurina.
El circo romano termintó con la llegada de una nueva moral –la cristiana-, con unos valores nuevos, que entraban en conflicto directo con aquellos espectáculos. |
Otro ejemplo fehaciente de cómo una nueva moral cambia costumbres fuertemente establecidas ha sido la abolición legal de la esclavitud. Se trata de un fenómeno mucho más reciente, casi de ayer mañana. Aunque no faltó desde tiempos inmemoriales quien defendiese la inmoralidad de la esclavitud, tuvo que llegar la revolución burguesa de 1789, la Revolución Francesa, para generar un nuevo pensamiento social y consolidar unos criterios morales diferentes. Durante siglos iglesias e imperios, repúblicas y monarquías consintieron, e incluso dieron cuerpo legal, a lo que hoy consideramos la lacra de la esclavitud.
En Inglaterra -por citar un ejemplo limitado al maltrato animal- desde tiempos remotos, gozaron de una enorme popularidad las peleas a muerte entre animales. Todas las razas de perro con el prefijo “bull” nos recuerdan aún aquella tradición. Se permitieron las timbas de peleas y apuestas hasta que la actitud crítica de grupos minoritarios derivó en un creciente racionalismo social que les puso fin. Tenían su arraigo cultural, su belleza y movían importantes sumas de dinero. Pero los británicos tuvieron que renunciar a los espectáculos de lucha y muerte porque una nueva moral terminó por imponerse.
Como no es de esperar un retroceso –salvo debacle general e involución- en el progreso de la moral y en su extensión hacia el mundo animal y natural, podemos augurar un futuro más que incierto para las corridas de toros. La generalización del debate, los escarceos prohibicionistas de algunos parlamentos o las declaraciones de “ciudad antitaurina” no son más que los heraldos de lo que está por llegar. El oro, la belleza plástica, el costumbrismo de la fiesta son valores que palidecen ante lo que no deja de ser una tortura institucionalizada. El dolor y la sangre que manchan cada tarde de corrida el capote de los toreros son una inmoralidad. Los amantes de la fiesta que son conscientes de esta realidad añaden al gusto de presenciar las corridas el morbo de asistir a lo reprobable, lo prohibido. Se saben privilegiados.
Por otra parte, el debate nacional, las salidas de tono públicas, los intentos de defensa y justificación nos ofrecen un espectáculo que requiere atención. Las discusiones generalizadas y enconadas ponen de relieve, como ningunas otras, la capacidad dialéctica –puede interpretarse también como capacidad intelectual- de los adversarios. Al tratarse de un debate nacional, lo que se pone de relieve son las destrezas argumentativas y razonadoras de todo el país. Los debates, así entendidos, son un test de inteligencia colectiva.
Y no podemos decir que sea un debate brillante. Se trata de un debate intenso, emocional, pero que encierra, salvo contadísimas excepciones, una capacidad de convicción muy pobre.
Los taurinos, faltos de auténticos argumentos de defensa, se empeñan en llevarlo al terreno del sofisma. Y, con demasiada frecuencia, los detractores “entran al trapo” (la fiesta también es generadora de múltiples expresiones verbales, de gran belleza y expresividad, que enriquecen la lengua) en vez de desmontar el argumento por su falta de lógica frente a la nueva moral emergente. Nos perdemos con ello la posibilidad de mejorar nuestros propios criterios y argumentos.
Pues bien, entre las opiniones y manifestaciones absurdas, que no dejan de ser un insulto o atentado a la inteligencia nacional, destacan las de aquellos líderes políticos que, temerosos de perder a un sector de la potencial clientela, salen por la petenera de manifestar que su posición es “dejar que cada cual haga su parecer”. ¡Qué pobreza! ¡Qué pena! ¡Qué manera tan ridícula de evitar y hurtar el debate! A ellos sí que habría que gritarles, como a ningún otro, incluidos los mansos, aquello de ¡”que los devuelvan al corral”!